20 noviembre, 2010

Ni de aquí, ni de allá

El vivir en el exterior lo hace a uno observador silencioso de muchas cosas... el devenir de la historia... las culturas de los pueblos... el paso de las personas...


El paso de las personas...



Desde el inicio de la humanidad, el hombre se ha desplazado de un lugar a otro, buscando...

La paz...

El alimento...

La libertad...


En resumen: una mejor vida, para sí mismo y para sus seres queridos. Pero a un precio muy alto: dejar atrás la tierra de donde uno es originario, los ancestros, los orígenes; y tomar las raíces propias para sembrarlas en una nueva tierra. Un "volver a empezar" que no es gratuito, que estará lleno de nostalgia, aprendizaje, sangre, sudor y lágrimas... Pero que promete una gran recompensa: el éxito de llegar a una nueva tierra y hacerse parte de ella, gozar de sus beneficios y sus frutos, y lograr que las nuevas generaciones tengan el futuro próspero que no se podría conseguir en la tierra que se dejó atrás.


Desde los que atravezaron el Estrecho de Behring en una fecha imposible de saber, hasta los que cruzan un río o un océano hace unos minutos, los que van a otra tierra, que emigran de su lugar de origen, van en busca de una esperanza, de un sueño, de una nueva oportunidad.


Pero, a diferencia de los hombres de las cavernas, en que las tierras que encontraron estaban habitadas sólamente por bestias que eran potenciales invitados a cenar (a decier verdad, esas bestias serían la cena, pero mejor no decírselos, podrían preocuparse), la migración de la actualidad se dá entre lugares que están habitados por otras personas, que resienten la llegada de los intrusos.


No es lo mismo llegar como un visitante que disfrutará de las bellezas y encantos del nuevo lugar, que ser alguien que se quedará y que posiblemente me quite mi casa, mi trabajo, mi espacio.


Es la mentalidad actual de los países receptores de altos volúmenes de migrantes. Lo mismo en Estados Unidos que Francia, el sentimiento de invasión, de desplazamiento, la ira de ver que hordas de extranjeros llegan cada día y se acomodan en el país de uno, desplazando a los nuestros.
Pero... ¿la migración es buena? ¿es mala?
Es mala para los que se envuelven en un espíritu supuestamente patriótico y defienden su tierra del invasor anónimo, que con su idioma extraño, sus costumbres inexplicables, su conducta rara, viene a despedazar mi cultura (existente o inexistente), mi país, a vivir de mis impuestos, usando mis hospitales, mis escuelas, sin aportar nada ni regresar a su comunidad nada de lo que ha recibido. Que viene quebrantando la ley y exige ser tratado igual que los que nacieron aquí, crecieron aquí, aportan a la comunidad de aquí.
Es buena para los que aprovechan la desventaja, el temor, la indefensión del migrante y lo ponen a trabajar en empleos infames, pagándole un salario inferior al que la ley establece como mínimo, sin beneficios ni prestaciones, y que puede mantener tranquilo si empieza a pedir beneficios o mejor sueldo con la amenaza de "la migra".
Pero para el "mojado", el "roma", el "ilegal", no es ni buena ni mala, simplemente es su realidad de todos los días. No tiene tiempo de cuestionar la validez de su viaje, de los sacrificios que tuvo que pasar para conseguir el dinero para pagar al "pollero" que lo cruzó por la frontera, o el río, o el desierto; no puede distraerse analizando las implicaciones económicas, sociales, históricas, políticas de la decisión que tomó hace días, semanas, meses o años. Tiene que hacer su trabajo bien para tener contento a su patrón y seguir en ese trabajo en lo que encuentra algo mejor; y sueña con el día en que pueda "arreglar papeles" y llevar una vida normal, sin esconderse, sin empezar a sudar frío al ver acercarse a una patrulla o a un uniformado, pensando que pueda ser "la migra".
Está en un camino que no tiene vuelta atrás. Y cuando se fuerza el regreso en una deportación, ya no hay vínculos con el lugar del que originalmente partió. El tiempo siguió su curso durante el tiempo que estuvo fuera, y ahora el pueblo tiene una plaza nueva, una calle que no estaba antes en ese lugar, la gente con la que jugó en la infancia es ya adulta, con vidas hechas y con nuevos recuerdos, en los que el que se fué al "otro lado" ya no forma parte.
Ya no es ni de aquí, ni de allá.
Y es una realidad que me llega muy de cerca. Porque, han de saber, soy hijo de migrantes. Mis padres, de origen colombiano, llegaron a México en 1960, con $100.00 pesos en el bolsillo y muchas ilusiones. A fuerza de trabajo y empeño, lograron crear un patrimonio, dar un futuro a su familia. Afortunadamente, mis padres no perdieron el contacto con su país de origen. Ellos siempre se han sentido orgullosos de ser colombianos, y nos enseñaron a mi hermano y a mí ese orgullo. Pero algo que siempre nos dijeron: TU ERES MEXICANO. Éramos, y somos, fruto de la tierra a la que llegaron hace 50 años, y como tales siempre nos inculcaron la gratitud al país que les dió cobijo y una oportunidad de inciar una nueva vida.
Y así son muchos migrantes, que reconocen que tienen una deuda de gratitud hacia el país que ahora llaman "hogar", pero sin perder de vista de dónde vineron.
Cuando llegaron mis padres a México, era más fácil ser un extranjero en busca de una mejor vida. Hoy es un delito o una desventaja, dependiendo si uno vive en Arizona o en Puebla.
Ahora falta ver qué viene hacia adelante. Dicen que la relación amor-odio con la migración está sujeta a la economía. Cuando la economía es mala, el migrante es el enemigo; pero cuando las vacas están gordas, son los aliados en el progreso. Ahora estamos en el lado de economía mala en la ecuación. Y pasar al lado de la economía buena está todavía lejos en la ruta. Y hasta que no se llegue a ese momento, ser migrante o hijo de migrantes es mal visto.
Y los que ahora critican a los migrantes, no consideran la posibilidad de que sus ancestros hayan hecho algo similar hace años. Y cuando no pueden evitar el argumento, se escudan en que su ancestro migrante era "legal" y no "ilegal" como los que llegan ahora. pero pierden de vista lo más importante: los migrantes son seres humanos como ellos mismos. Las etiquetas de "legal" o "ilegal" les vienen por añadidura.
Ellos también ven la vida, la realidad, desde el exterior.