24 febrero, 2022

La ciudad de los perros

 Cuando uno vive en el exterior, se tiene la sensibilidad para ver las cosas de la tierra de uno desde una perspectiva diferente.

Desde mi regreso a México, tanto la primera vez en 2011, como el de ahora, he podido observar los cambios que ha sufrido mi ciudad. El antes Distrito Federal, o simplemente D.F., y ahora llamada "Ciudad de México", y no es porque no se llamara así. Siempre se le ha dicho de esa forma, aunque de forma meramente coloquial. Ahora es su nombre oficial y es el estado 32 de la Federación, con identidad propia y no en función de ser la sede del gobierno federal.

La Ciudad de México, o simplemente CDMX por las siglas de su nombre oficial, es una ciudad dinámica, en constante transformación, combinando lo antiguo de una ciudad fundada en los 1300s por los aztecas, refundada en los 1500s por los españoles que llegaron con Cortez, y que se ha reinventado decenas de veces con el paso del tiempo, el devenir hstórico, el avance tecnológico, e incluso los desastres naturales. Dos terremotos catastróficos en 30 años (1985 y 2017), son un buen ejemplo de lo que la naturaleza puede hacer a una megalópolis, considerada una de las más grandes del planeta.

Pero lo que más ha resaltado de esos cambios es la gente que habita, o habitamos, esta ciudad. Los que nacimos en ella la hemos visto mutarse frente a nuestros ojos. En mi caso, la cigüeña me entregó a principios del los 1960s (yo soy de 1962, de las últimas generaciones de "baby boomers"), todavía con casas de fachadas de cantera de las décadas anteriores de los 1930s o 1940s, pero empezando a tener las casas y edificios de líneas rectas, perfiles utilitaristas, con espacios amplios y abiertos que se pusieron de moda en los 1960s. Todavía había espacio para ocupar en la ciudad...

Ese lujo empezó a desvanecerse con el incremento de la población y, por ende, de la necesidad de que esa gente tuviera un lugar donde vivir. Igualmente, espacios sin dueño aparente se convirtieron en nucleos de viviendas irregulares, las que llamábamos "ciudades perdidas", que robaban la electricidad y el agua de las redes públicas, que construían viviendas de materiales obtenidos de forma oscura, o con lo que tenían a mano, y que daban cobijo a personas carentes de recursos, trabajo o sin una forma lícita de obtener sustento.

Pero esta marginación no se limitaba sólo a las personas.

También a los perros.

Desde niños, muchos hemos aspirado a tener un perrito como mascota. Supongo que es una mezcla de lo que veía uno en la TV de las familias ideales, con una casa linda, una familia linda, en una ciudad linda, y con un perrito lindo... Liiiindo todo; y ver a los vecinos o amigos que, en la vida real, tenían una mascota juguetona, que correteaba por la casa, o la sacaban al parque para lanzar una pelota o un palo para que lo alcanzara y se lo regresara a su dueño... Insisto, todo lindo...

Pero lo que no muchos decían era que, cuando un perro dejaba de ser lindo, o el dueño se hartaba de tenerlo, era dejado en la calle, a su suerte. O los perros que, al ver la puerta de la casa abierta, salían a explorar el mundo y perdían la ruta de regreso a casa. El caso es que existía una población significativa de perros callejeros, sin dueño aparente y, a juicio de muchos, foco de infecciones y enfermedades, siendo la rabia la que encabezaba la lista. Y era común que las autoridades trataban de atrapar a estos perros y sacrificarlos para evitar un problema de salud o de seguridad, pensando que los animales pudieran atacar a alguien. Efectivamente, sí se daban ese tipo de episodios, pero el común denominador de esos seres caninos era que eran tranquilos, se ocupaban de sus asuntos y, si alguien los trataba bien, correspondían del mismo modo, a pesar de verse sucios y descuidados.

La nobleza canina, exhaltada por poetas, en toda su expresión.

Muchos crecimos con ese miedo inducido a los perros callejeros, los que nos veían con ojos lastimeros de hambre de varios días, de soledad y abandono, de frío y dolencias. Pero ya era parte de la cultura y el imaginario colectivo de que los perros callejeros eran sinónimo de enfermedad o salvajismo.

Pasó el tiempo y me tocó el despegar hacia mi vida en el exterior y, por ende, dejar mi DF atrás, con sus lugares conocidos, sus sabores deliciosos, sus aromas de todo tipo, y sus perros callejeros. El venir dos semanas de vez en cuando no me daba la oportunidad de ver los cambios más allá de los muy significativos, como cuando desaparece un edificio que era nuestra referencia y que había sido demolido, o que el sentido de una calle cambió por las necesidades de tráfico o las obras públicas. Ni por accidente pasaba por mi mente la situación de la fauna en las calles del Distrito Federal.

Cuando regresé en 2011, ya no era el DF en el que nací, sino era la flamante Ciudad de México, el nuevo estado de nuestro país, con un Congreso propio y un Jefe de Gobierno, el equivalente a un gobernador en otros estados, y la misión de crear su propia identidad, lejos de ser sólamente una ciudad administrativa, sede de los Poderes de la Unión, como decía el texto anterior de la Constitución. Ya no era el DF, ahora era la CDMX. Seguimos siendo la ciudad, o ahora el estado, que se le conoce por sus iniciales, más que por su nombre completo.

Pero al ir caminado por las calles noté algo interesante: los perros.

Pero ya no eran perros sucios, muy probablemente pulgosos y sin duda plagados de enfermedades. Eran perros con collar, correa, y alguien a su lado, o detrás, acompañándolos. Evidentemente era el dueño, o dueña (hay que ser incluyentes, por favor). Y los paseadores de perros, personas a las que se les paga para que saquen a la mascota a dar la vuelta. He notado que puede ser un negocio muy socorrido y, no lo dudo, lucrativo, ya que he visto a chicos y chicas jóvenes, y gente de mayor edad, con grupos entre dos y cinco perros, de todos colores y sabores, paseando por la calle.

Y, como todo lo que es popular, tiene un lado comercial. Las tiendas de artículos para perros, o los consultorios veterinarios, han cundido por buena parte de la ciudad. Los lugares para cuidados estéticos de las mascotas, digámosles "estéticas para perros y gatos" son visibles de una cuadra a otra de la misma calle. Y estos establecmimientos tienen clientela (humana y perruna) constante. Ya no es sólo el médico familiar el que debemos tener, ahora también el veterinario de cabecera.

Junto con este auge por los amigos de cuatro patas y cola agitada, ha surgido una cultura nueva hacia estas creaturas. Los perros callejeros ya son raros. Los refugios para animales abandonados o desplazados son una realidad, y en los que se promueve que, quienes deseen tener uan nueva mascota, la "adopten" de estos centros, más que ir a comprarla a una tienda.

Y un sentimiento más noble hacia estos nobles animales se ha arraigado en buena parte de la población. Por supuesto, no es un mundo perfecto, y sigue habiendo maltrato y abandono hacia perros y gatos. Pero ahora el disgusto social hacia estas conductas es mucho mayor, y es penado por la ley. Ya no tiene gracia torturar a un perrito con pirotecnia o con heridas. Eso ya es mal visto, es censurado, y los culpables castigados. Es un gran avance.

Como toda buena familia que desea complacer a sus pequeñitos, nosotros adoptamos una perrita, que probabnlemente ya conocen: Ágatha. Ya les he platicado de ella en este foro. Y, si no la recuerdan, aquí está:


Aquí la pesqué dormida y le dibujé una sonrisa para la cámara, pero acá está en todo su esplendor:



Ok, ok... no puedo disimular el cariño que le guardo a la peeeeeeeeerro.

Pero a lo que voy es a esto: los perros han ganado un lugar siginificativo en la población de la Ciudad de México. Es frecuente ver gente paseando a su perro a casi cualquier hora del día. Muchos parques públicos han destinado espacios cerrados para que uno deje que sus mascotas jueguen libremente, socialicen con otros perrunos (o perrunas, hay que ser incluyentes en esto también) y se diviertan al aire libre, y que puedan estar a gusto fuera de los entornos cerrados en los que normalemnte viven (casas o departamentos). Incluso, una vez vi a un perrito que, por no tener mobilidad en sus patas traseras, le habían fabricado un carrito con ruedas en el que estaba recostado el animalito, caminando con sus patitas delanteras, impulsando el artefacto con un gusto inimaginable. No pude dejar de felicitar a su humano por haberle dado ese regalo de mobilidad y de contento a su mascota.

Creo que, en el fondo, son la compañía que las personas buscan en una sociedad aislada, enfrascada en el trabajo diario, en el cuidarse uno mismo, en un cierto aislamiento por una causa u otra. Lo digo en forma empírica, sin un estudio científico de por medio, aunque no dudo que ya haya gente analizando este fonómeno de forma seria y metódica. Un perro no lo critica a uno, no lo juzga, no invade la privacidad o daña la confinza de su humano. Se conforma con comer, dormir, jugar, pasear, y que le demuestren cariño. Un juguete que uno lance y que la mascota recupere y lo regrese a uno, puede ser un objeto de gran convivencia entre un perro y su humano. Incluso cuando hacemos que la mascota pierda la paciencia (que entre Ágatha y yo es cosa de todos los días) por abusar de los cariños, puede ser algo lindo, pero alejado de sus fauces, porque también muerde.

Tal vez sea la señal de que nuestra sociedad urbana, almacenada en departamentos minúsculos, abrumada por el trabajo y la vida diaria, necesita algo que le recuerde que hay otros seres vivos a su alrededor. Gente que no tiene una pareja o un amigo cercano por diversos motivos, y que encuentra en una mascota la forma de volcar su amor, su cariño, su interés, su confianza, su alegría o su dolor. Todo en un ser de cuatro patas, que no habla sino ladra (si algún día Ágatha me responde a mis preguntas, me va a dar el telele) pero, sobre todo, está ahí cuando más lo necesitamos, a distancia de extender el brazo y acariciarle la panza, darle palmaditas en la cabeza, decirle frases cariñoasas y sólo ver esos ojos que transmiten la calidez y la alegría de que están con nostoros. 

Que nos reciba al llegar a casa corriendo a toda velocidad a la puerta, que brinque y se recargue en nosotros, ladre con semblante de alegría y, sin decirnos una palabra, nos diga "¡bienvenido a casa! ¡qué alegría que estés conmigo! ¿Ya me vas a dar de cenar? ¿Jugamos un rato? ¿Salimos a dar un paseo?" y que, en un instante, los malos ratos del día, el cansancio de la jornada, los temores y ansiedades de la vida moderna, se desvancen al acariciar a esa creatura peluda, inquieta, jadeante, juguetona, que nos espera para que le pongamos agua en su plato, comida para su cena, una pelota para perseguirla y traerla de regreso. Un precio realmente módico por los momentos de alegría y feliciddad que nos brindan.

Esas mascotas se vuelven parte de la familia, y como tal crean vínculos que se sostienen hasta el último día. Y el ver partir a un compañero peludo, porque él mismo emprenda camino, o porque tengamos que ayudarlo a dar ese paso para aliviarlo del sufrimiento de la enferemdad o la herida, siempre deja huella en nosotros. Es sabido de mascotas que sufren profundamente la partida de su humano cuando el vínculo es tan profundo que el que se rompa de ese modo es un dolor hasta lo más profundo del ser.

Los que tenemos la dicha de compartir nuestro espacio y nuestra vida con un perro, o un gato, sabemos de ese vínculo invisible pero sólido como el material más fuerte y duradero jamás conocido. Y el saber valorarlo es un don nacido del amor entre dos creaturas que, aunque tengan profundas diferencias, están unidos de forma indisoluble.

Cariño con forma de croquetas para perro, desde el exterior.