30 septiembre, 2017

Unidad

Cuando uno vive en el exterior, los eventos y acontecimientos que suceden en el lugar de origen adquieren un significado mayor y su impacto es más profundo.

Déjenme contarles una historia de mi ya lejana juventud.

Un día de tantos, cuando todavía iba a la universidad, llegué a mi clase de las 7:00 de la mañana. Algo retrasado por cierto. Levantarse a esas horas, al menos para mí, era un crimen de lesa humanidad. Uno cabeceaba en el metro o en el camión o la pesera, en lo que pudiera uno transportarse (yo no manejaba todavía). Y llegar todavía en penumbras a la Ciudad Universitaria era poco motivador, mas bien uno entraba a su salón de clases con "cara de guácala".

Pero, ni modo, Era el precio por querer tomar clase con una eminencia del Derecho Laboral: el Lic. José Dávalos, quien fuera después Director de la Facultad de Derecho, en una gestión envuelta en la controversia y cambios radicales a nuestra escuela. Pero esa es otra historia.

Volviendo a mi relato, llegué al salón, y me senté en un mesabanco al fondo del aula, para no distraer la clase, aunque eramos unos 20 estudiantes en un espacio para 100 personas, por lo que desapercibido no pasé. Pero el profesor continuó explicando la lección de esa mañana.

Mientras trataba desesperadamente de no cabecear y poner atención a la clase, ocurrió algo completamente inesperado. De repente el edificio de la Facultad entró en un profundo silencio. Segundos después empezamos a sentir que todo se movía. Primero muy leve, pero ganando intensidad a cada momento. Quienes hemos vivido en el DF, ahora Ciudad de México o CDMX, no somos ajenos a temblorcitos que luego suceden. Pero ese no era un "temblorcito"

La estructura se movía intensamente, todos ya estábamos nerviosos, y escuchamos lo gritos de pánico en otro salón cercano. El Lic. Dávalos, tratando de conservar y demostrarnos calma, nos hizo a todos acercarnos a las columnas, como siempre se ha dicho que se puede uno proteger en caso de temblor. El ruido de una ventana rota hizo que el temor fuera aun mayor, aunque procurábamos no demostrarlo demasiado.

Los segundos se hacían eternos, y el edificio se seguía moviendo violentamente, haciéndonos difícil mantenernos en pie y apoyándonos en las gruesas columnas. Irónicamente, conforme avanzaba el terremoto, avanzaba también el amanecer.

Ya que sentimos que el temblor terminaba, comenzamos a recuperar la calma. Una vez que todo volvió a estar quieto, nos volvimos a sentar en nuestros pupitres y tratamos de seguir la clase con relativa normalidad. Al terminar la hora, todos salimos rápidamente a ver cómo estaba todo. A la vista, parecía que no había habido mayor problema: las otras facultades cercanas se apreciaban sin mayores daños, los alumnos llenaban la explanada, en parte los que alcanzaron a desalojar sus escuelas al inicio del evento, o los que acababan de salir de sus clases. Todos preguntaban lo mismo: ¿estás bien? ¿Cómo lo sentiste? ¡Estuvo horrible! ¿no crees? Al igual que muchos otros alumnos, buscamos un teléfono público para tratar de llamar a nuestras casas y avisarles a los nuestros que estábamos bien y poder saber si ellos también lo estaban. Las filas en los teléfonos en la zona de Servicios Escolares eran inmensas, aunque todos trataban de ser breves en sus llamadas, tomando en cuenta que había otros detrás de ellos con el mismo pendiente. Esto fue mucho antes de que los celulares estuvieran en nuestras vidas. Afortunadamente las líneas telefónicas seguían en servicio, y cuando por fin llegué al aparato, pude comunicarme a casa. Mis padres y mi hermano estaban bien, con un susto terrible pero sin problema, aunque el departamento en que vivíamos, nuestra primera casa propia, tenía cuarteaduras serias. De todos modos lo vería yo cuando regresara a casa.

Al saber que el metro estaba cerrado, por razones de seguridad, tomé camión en Insurgentes. Igualmente, las colas para esperar el transporte eran largas, pero finalmente pude abordar uno. Al ir avanzando por la avenida, una de las más importantes de la ciudad, pude empezar a darme cuenta de la verdadera magnitud del sismo: edificios con fachadas resquebrajadas, ventanales rotos, banquetas afectadas, gente en las calles todavía en shock ...

No había sido un temblor cualquiera.

Al llegar a casa, pude confirmar que mis papás estaban a salvo. Mi hermano, que en esa época trabajaba en Televisa, fue a apoyar las transmisiones de los noticieros para cubrir el temblor. Al empezar a ver los reportes en la televisión, me vino a la memoria una frase que había escuchado en un documental sobre la Segunda Guerra Mundial: destrucción más allá de la imaginación. Mi ciudad estaba convulsionada por uno de los terremotos más fuertes en su historia.

La fecha: 19 de septiembre de 1985.




Se mencionaba en los comentarios sobre el terremoto de 1957, en el que había caído el Angel de la Independencia. Pero esas historias parecían de una novela de desastres, no que pudiera suceder en la realidad. Pero luego, buscando por ahí, encontré fotos como ésta;


¿Alguna pregunta?

Pero a diferencia de 1957, septiembre de 1985 tuvo algo entonces único: la población se volcó a servir de rescatistas, de gente para remover escombros, buscar sobrevivientes, ayudar a los damnificados. Claro, también estuvo la Cruz Roja y los servicios de rescate y salvamento del ejército, la policía, y demás. Pero el ver a personas comunes y corrientes, y luego a algunas celebridades, removiendo trozos de concreto para salvar personas atrapadas, fue lo que hizo de ese temblor algo diferente. Una muestra de la unidad que puede lograr un pueblo en crisis.


Incluso yo, con algunos amigos, aportamos nuestra parte. La mamá de uno de ellos sugirió llevarles sandwiches a los soldados y rescatistas. Claro, serían unos pocos, pero esos pocos tendrían algo en el estómago para seguir su labor. Así, con un paquete de sandwiches hechos en casa, y un temor enorme, entramos al centro de la ciudad, uno de los puntos más afectados. Tiempo después pensaba en lo irónico de ir en sentido contrario en avenidas que normalmente eran muy transitadas, y en ese momento estaban desiertas, con restos de polvo de los edificios derrumbados, algunos soldados cuidando el orden y la propiedad... y ese pesado silencio...

Encontramos un soldado y le ofrecimos un sandwich. El hombre se debatía entre aceptar y sus órdenes de permanecer en su puesto sin hablar con nadie. Nos explicaba, apenado, que no tenía permitido recibir nada. Agradecimos su apoyo en el momento y seguimos adelante. Encontramos unos policías y ellos sí aceptaron gustosamente el obsequio, pero también nos dijeron que debíamos abandonar el área por ser de alto riesgo. Así lo hicimos.

Y como estas, cientos y cientos de historias sobre lo que pasó en la Ciudad de México ese septiembre, poco después de los festejos de independencia, y que ahora sumía a la ciudad, y a la nación, en un profundo duelo.

Desde entonces se creó una conciencia y una educación sobre desastres. Y se diseñaron planes de contingencia. Y se crearon cuadrillas de Protección Civil. Y se inventaron alarmas de alerta ante la inminencia de un nuevo temblor. Y se empezaron a hacer simulacros.

Y hubo tarde. Y hubo mañana. Día 1.

Y siguió habiendo temblores. El 20 de septiembre, la noche siguiente a ese brutal sismo, hubo otro, que acabó de rematar a varios edificios ya muy dañados, y revivió el pánico del día anterior. Y el número de muertos, heridos, desaparecidos y damnificados se incrementó. Más lo que se medio supo después de remover escombros en las semanas y meses siguientes. Se habló de miles de vidas perdidas, decenas de miles de damnificados y desplazados. En realidad nunca se podrá saber un número preciso de víctimas y afectados.

La conciencia colectiva de 1985 fue lo que más dejó huella en la memoria de los que vivimos ese episodio. Cuando la gente dejó de lado sus prejuicios, sus creencias, sus miedos, su indiferencia, y se volcó a los edificios derrumbados, a ayudar a los bomberos y rescatistas, a remover escombros, a buscar sobrevivientes o descubrir cadáveres, a consolar a las familias, a brindar ayuda de manera desinteresada, algo increíble en una megalópolis de más de 10 millones de habitantes, caracterizada, como cualquier gran ciudad del mundo, por la indolencia de quienes viven ahí a las tragedias ajenas o al dolor de otros. Esos días después del 19 de septiembre de 1985, todos eramos uno para ayudar.

Pero el tiempo pasó, las generaciones nuevas reemplazaron a las anteriores, el recuerdo de esa fecha quedó meramente en el anecdotario, y en el odioso simulacro de cada año, en que los políticos hablaban de un gran sismo que había conmovido los edificios y las conciencias de los capitalinos, banderas a media asta... y el dichoso simulacro, que era más un pretexto para salirse un rato de la oficina, del salón de clases, y platicar de cualquier cosa: el futbol, las películas, o lo que estuviera en boga en ese momento.

Y cuando se sentía un temblorcito, todos iban a los puntos de reunión, salían de las casas y oficinas; si era en día y hora hábil, los encargados de Protección Civil de las oficinas y escuelas organizaban la evacuación de las instalaciones, el ver que los grupos estuvieran completos y que nadie perdiera la calma. Eso me tocó varias veces en mi regreso a México. Y parecía funcionar bastante bien.

Y al igual que aprendimos a decir, mitad en broma, mitad en serio, que "2 de octubre no se olvida", algunos también decían "19 de septiembre (o simplemente el temblor de 85) no se olvida". Pero en realidad, más que olvidarlo, había quedado tan atrás en el imaginario colectivo, que las generaciones de "millenials" estaban, a nuestro parecer, más preocupados de cómo sería el iPhone8, que si volvía a pasar algo como lo del 85.

Todo esto se reinventó una vez más, también de manera dramática. También un 19 de septiembre. Pero ahora de 2017. Justos 32 años después del otro cataclismo.

Y una vez más, la unidad de los mexicanos salió a flote.

La cantidad de ironías sumadas en este evento es impresionante: el 7 de septiembre, 12 días antes, hubo un terremoto de una intensidad casi similar, pero en el sur de México. Dos estados, Oaxaca y Chiapas, fueron gravemente afectados, pero se sintió levemente en la Ciudad de México. ¿Qué nos salvó? La lejanía y la profundidad del epicentro, a decir de los que saben de esto. Si hubiera sido más en la superficie, o más cercano a la costa, quien sabe... El 19 a mediodía, se hizo el tradicional simulacro, el recuerdo del 85 y todo lo acostumbrado. Casi dos horas después la tierra empezó a moverse y ganar fuerza e intensidad. La gente no acababa de sentarse en sus escritorios, pupitres, mesas, o reiniciar sus actividades, cuando el terremoto adquirió fuerza destructiva. No dieron tiempo a que se reiniciara la alarma sísmica, ya todos habían salido del modo de simulacro, nadie esperaba que eso volviera a pasar...

Y para la gente de mi generación, y algunas anteriores, fue revivir esos momentos de 1985. Yo me veía llegando adormilado a la Facultad...

Sin embargo, esta vez no estuve yo ahí para salir corriendo del edificio en Tlatelolco en donde estaba mi oficina. Estaba en Canadá, preparándome para salir a comer... No había sentido nada. Un aviso de RT, una agencia informativa rusa, en la pantalla del celular... Y el mundo paró en seco.

Y en segundos, Facebook y Twitter empezaron a poblarse de avisos de gente preguntándose unos a otros si estaban bien, si habían sentido el temblor, si en donde estaban no había habido daños. Y luego fueron los reportes de Protección Civil. Y fue de nuevo descubrir, a través de los medios, que la CDMX estaba en un colapso emocional por un terremoto más. 

Y fue empezar a ver que se formaban los centros de acopio organizados por la población, y los voluntarios que iban a arriesgarse para remover escombros y tratar de salvar gente, a una velocidad de los equipos establecidos de rescate no tuvieron. Sí llegaron, pero fue a integrarse a las cuadrillas civiles ya operando.

Los amigos, poco a poco, avisaban que estaban bien, muertos del susto, pero bien. La gente se organizaba para el rescate, para abastecer los centros de acopio, para ayudar a los rescatistas, para conseguir agua, medicinas, ingenieros, expertos en primeros auxilios. Se formaban campamentos para las labores de remoción de escombros. Y había una estricta disciplina en los trabajos, no se ha sabido de incidentes con relajientos en los puestos de auxilio o en los trabajos en los edificios colapsados, y cuando se sabía de bromistas que abusaban del miedo o de la ayuda generosa, una cadena de información a través de Facebook, Whatsapp, Twitter y otras redes sociales, denunciaban estos casos. La humillación en redes sociales puede ser un castigo muy severo.

Junto con los cuerpos profesionales de rescate, llegaron ayudas de otros países, como sucedió en el 85. La generosidad del mundo hacia México fue, como siempre, inmensa.

Pero quienes se llevaron el mayor premio fueron esos jóvenes"millenials", los que más arriba decía yo que estaban más preocupados por lo superfluo que por su prójimo. Fueron ellos los que supieron organizarse, aun mejor que en el 85, con herramientas que no soñábamos tener en esos tiempos, como un teléfono celular, una red social, pero sí con esa misma solidaridad que nos movió a los jóvenes de otro tiempo a hacer actos heroicos, que ni de broma haríamos en nuestra vida diaria. Ellos tienen la gratitud de miles y miles de personas a quienes rescataron de los escombros, les dieron algo de comer o de beber, les dieron consuelo al ver su patrimonio perdido o al saber que un ser querido había muerto bajo los escombros. Ellos, y sólo ellos, hicieron la diferencia desde las primeras horas después de que la tierra dejó de cimbrarse a sus pies.

Esta tragedia nos dio nuevos héroes para nuestro imaginario, como Frida, la perrita rescatista de la Marina de México, y que sirvió para reconocer el esfuerzo de muchos más perros de búsqueda y salvamento que estuvieron activos en las labores de rescate. La cantidad de memes y menciones sobre ella inundan Internet.

Pero algo más que surgió de este fenómeno, sismológico y social, fue el crear un nuevo lenguaje de rescate, creado por los propios civiles rescatistas, y que se ha convertido en el símbolo del esfuerzo de todos y cada uno de los que estuvieron, mano con mano, quitando escombros, buscando sobrevivientes, recuperando algunas pertenencias pero, sobre todo, recordándonos que esta ciudad enorme e impersonal, está habitada por seres humanos.

El gesto más conocido de ese lenguaje es el puño en alto, con el que se pedía silencio a todos en el lugar, para tratar de escuchar algún ruido que diera indicio de que había alguien con vida bajo los escombros. Y nadie ha osado burlarse de ese gesto. Luis Villoro, poeta mexicano, escribió un poema titulado así: "El Puño en Alto". Escuché en un video cómo lo recitaba él, pero Delia encontró un video hecho por alguien en el que se recita el mismo poema, pero en la voz y la imagen de verdaderos rescatistas y voluntarios que estuvieron ahí.

Todavía lo veo y se me llenan los ojos de lágrimas y se me hace un nudo en la garganta...


Para todos los que vieron esa señal de esperanza mientras estaban en un edificio en ruinas, y supieron guardar ese silencio que hizo la diferencia entre la vida y la muerte, toda mi gratitud, mi respeto y admiración, y una disculpa por no haber estado con ustedes para ayudar de algún modo.

Para aquellos que lo perdieron todo en el terremoto del 19 de septiembre de 2017, o en el del 7 de septiembre de 2017, o en el del 19 de septiembre de 1985, o en cualquier otro desastre natural, pido un momento de silencio y solidaridad con este gesto que he aprendido de esta tragedia y que, una vez más, nos une a todos los mexicanos y nos muestra, una vez más, como un pueblo unido en la desgracia, pero con la fuerza de poder ayudar a quien más lo necesita para resurgir, una vez más, de los escombros, el polvo, la tierra y las cenizas, ahora más fuerte y sólido que nunca,


El puño en alto, desde el exterior.