30 septiembre, 2017

Unidad

Cuando uno vive en el exterior, los eventos y acontecimientos que suceden en el lugar de origen adquieren un significado mayor y su impacto es más profundo.

Déjenme contarles una historia de mi ya lejana juventud.

Un día de tantos, cuando todavía iba a la universidad, llegué a mi clase de las 7:00 de la mañana. Algo retrasado por cierto. Levantarse a esas horas, al menos para mí, era un crimen de lesa humanidad. Uno cabeceaba en el metro o en el camión o la pesera, en lo que pudiera uno transportarse (yo no manejaba todavía). Y llegar todavía en penumbras a la Ciudad Universitaria era poco motivador, mas bien uno entraba a su salón de clases con "cara de guácala".

Pero, ni modo, Era el precio por querer tomar clase con una eminencia del Derecho Laboral: el Lic. José Dávalos, quien fuera después Director de la Facultad de Derecho, en una gestión envuelta en la controversia y cambios radicales a nuestra escuela. Pero esa es otra historia.

Volviendo a mi relato, llegué al salón, y me senté en un mesabanco al fondo del aula, para no distraer la clase, aunque eramos unos 20 estudiantes en un espacio para 100 personas, por lo que desapercibido no pasé. Pero el profesor continuó explicando la lección de esa mañana.

Mientras trataba desesperadamente de no cabecear y poner atención a la clase, ocurrió algo completamente inesperado. De repente el edificio de la Facultad entró en un profundo silencio. Segundos después empezamos a sentir que todo se movía. Primero muy leve, pero ganando intensidad a cada momento. Quienes hemos vivido en el DF, ahora Ciudad de México o CDMX, no somos ajenos a temblorcitos que luego suceden. Pero ese no era un "temblorcito"

La estructura se movía intensamente, todos ya estábamos nerviosos, y escuchamos lo gritos de pánico en otro salón cercano. El Lic. Dávalos, tratando de conservar y demostrarnos calma, nos hizo a todos acercarnos a las columnas, como siempre se ha dicho que se puede uno proteger en caso de temblor. El ruido de una ventana rota hizo que el temor fuera aun mayor, aunque procurábamos no demostrarlo demasiado.

Los segundos se hacían eternos, y el edificio se seguía moviendo violentamente, haciéndonos difícil mantenernos en pie y apoyándonos en las gruesas columnas. Irónicamente, conforme avanzaba el terremoto, avanzaba también el amanecer.

Ya que sentimos que el temblor terminaba, comenzamos a recuperar la calma. Una vez que todo volvió a estar quieto, nos volvimos a sentar en nuestros pupitres y tratamos de seguir la clase con relativa normalidad. Al terminar la hora, todos salimos rápidamente a ver cómo estaba todo. A la vista, parecía que no había habido mayor problema: las otras facultades cercanas se apreciaban sin mayores daños, los alumnos llenaban la explanada, en parte los que alcanzaron a desalojar sus escuelas al inicio del evento, o los que acababan de salir de sus clases. Todos preguntaban lo mismo: ¿estás bien? ¿Cómo lo sentiste? ¡Estuvo horrible! ¿no crees? Al igual que muchos otros alumnos, buscamos un teléfono público para tratar de llamar a nuestras casas y avisarles a los nuestros que estábamos bien y poder saber si ellos también lo estaban. Las filas en los teléfonos en la zona de Servicios Escolares eran inmensas, aunque todos trataban de ser breves en sus llamadas, tomando en cuenta que había otros detrás de ellos con el mismo pendiente. Esto fue mucho antes de que los celulares estuvieran en nuestras vidas. Afortunadamente las líneas telefónicas seguían en servicio, y cuando por fin llegué al aparato, pude comunicarme a casa. Mis padres y mi hermano estaban bien, con un susto terrible pero sin problema, aunque el departamento en que vivíamos, nuestra primera casa propia, tenía cuarteaduras serias. De todos modos lo vería yo cuando regresara a casa.

Al saber que el metro estaba cerrado, por razones de seguridad, tomé camión en Insurgentes. Igualmente, las colas para esperar el transporte eran largas, pero finalmente pude abordar uno. Al ir avanzando por la avenida, una de las más importantes de la ciudad, pude empezar a darme cuenta de la verdadera magnitud del sismo: edificios con fachadas resquebrajadas, ventanales rotos, banquetas afectadas, gente en las calles todavía en shock ...

No había sido un temblor cualquiera.

Al llegar a casa, pude confirmar que mis papás estaban a salvo. Mi hermano, que en esa época trabajaba en Televisa, fue a apoyar las transmisiones de los noticieros para cubrir el temblor. Al empezar a ver los reportes en la televisión, me vino a la memoria una frase que había escuchado en un documental sobre la Segunda Guerra Mundial: destrucción más allá de la imaginación. Mi ciudad estaba convulsionada por uno de los terremotos más fuertes en su historia.

La fecha: 19 de septiembre de 1985.




Se mencionaba en los comentarios sobre el terremoto de 1957, en el que había caído el Angel de la Independencia. Pero esas historias parecían de una novela de desastres, no que pudiera suceder en la realidad. Pero luego, buscando por ahí, encontré fotos como ésta;


¿Alguna pregunta?

Pero a diferencia de 1957, septiembre de 1985 tuvo algo entonces único: la población se volcó a servir de rescatistas, de gente para remover escombros, buscar sobrevivientes, ayudar a los damnificados. Claro, también estuvo la Cruz Roja y los servicios de rescate y salvamento del ejército, la policía, y demás. Pero el ver a personas comunes y corrientes, y luego a algunas celebridades, removiendo trozos de concreto para salvar personas atrapadas, fue lo que hizo de ese temblor algo diferente. Una muestra de la unidad que puede lograr un pueblo en crisis.


Incluso yo, con algunos amigos, aportamos nuestra parte. La mamá de uno de ellos sugirió llevarles sandwiches a los soldados y rescatistas. Claro, serían unos pocos, pero esos pocos tendrían algo en el estómago para seguir su labor. Así, con un paquete de sandwiches hechos en casa, y un temor enorme, entramos al centro de la ciudad, uno de los puntos más afectados. Tiempo después pensaba en lo irónico de ir en sentido contrario en avenidas que normalmente eran muy transitadas, y en ese momento estaban desiertas, con restos de polvo de los edificios derrumbados, algunos soldados cuidando el orden y la propiedad... y ese pesado silencio...

Encontramos un soldado y le ofrecimos un sandwich. El hombre se debatía entre aceptar y sus órdenes de permanecer en su puesto sin hablar con nadie. Nos explicaba, apenado, que no tenía permitido recibir nada. Agradecimos su apoyo en el momento y seguimos adelante. Encontramos unos policías y ellos sí aceptaron gustosamente el obsequio, pero también nos dijeron que debíamos abandonar el área por ser de alto riesgo. Así lo hicimos.

Y como estas, cientos y cientos de historias sobre lo que pasó en la Ciudad de México ese septiembre, poco después de los festejos de independencia, y que ahora sumía a la ciudad, y a la nación, en un profundo duelo.

Desde entonces se creó una conciencia y una educación sobre desastres. Y se diseñaron planes de contingencia. Y se crearon cuadrillas de Protección Civil. Y se inventaron alarmas de alerta ante la inminencia de un nuevo temblor. Y se empezaron a hacer simulacros.

Y hubo tarde. Y hubo mañana. Día 1.

Y siguió habiendo temblores. El 20 de septiembre, la noche siguiente a ese brutal sismo, hubo otro, que acabó de rematar a varios edificios ya muy dañados, y revivió el pánico del día anterior. Y el número de muertos, heridos, desaparecidos y damnificados se incrementó. Más lo que se medio supo después de remover escombros en las semanas y meses siguientes. Se habló de miles de vidas perdidas, decenas de miles de damnificados y desplazados. En realidad nunca se podrá saber un número preciso de víctimas y afectados.

La conciencia colectiva de 1985 fue lo que más dejó huella en la memoria de los que vivimos ese episodio. Cuando la gente dejó de lado sus prejuicios, sus creencias, sus miedos, su indiferencia, y se volcó a los edificios derrumbados, a ayudar a los bomberos y rescatistas, a remover escombros, a buscar sobrevivientes o descubrir cadáveres, a consolar a las familias, a brindar ayuda de manera desinteresada, algo increíble en una megalópolis de más de 10 millones de habitantes, caracterizada, como cualquier gran ciudad del mundo, por la indolencia de quienes viven ahí a las tragedias ajenas o al dolor de otros. Esos días después del 19 de septiembre de 1985, todos eramos uno para ayudar.

Pero el tiempo pasó, las generaciones nuevas reemplazaron a las anteriores, el recuerdo de esa fecha quedó meramente en el anecdotario, y en el odioso simulacro de cada año, en que los políticos hablaban de un gran sismo que había conmovido los edificios y las conciencias de los capitalinos, banderas a media asta... y el dichoso simulacro, que era más un pretexto para salirse un rato de la oficina, del salón de clases, y platicar de cualquier cosa: el futbol, las películas, o lo que estuviera en boga en ese momento.

Y cuando se sentía un temblorcito, todos iban a los puntos de reunión, salían de las casas y oficinas; si era en día y hora hábil, los encargados de Protección Civil de las oficinas y escuelas organizaban la evacuación de las instalaciones, el ver que los grupos estuvieran completos y que nadie perdiera la calma. Eso me tocó varias veces en mi regreso a México. Y parecía funcionar bastante bien.

Y al igual que aprendimos a decir, mitad en broma, mitad en serio, que "2 de octubre no se olvida", algunos también decían "19 de septiembre (o simplemente el temblor de 85) no se olvida". Pero en realidad, más que olvidarlo, había quedado tan atrás en el imaginario colectivo, que las generaciones de "millenials" estaban, a nuestro parecer, más preocupados de cómo sería el iPhone8, que si volvía a pasar algo como lo del 85.

Todo esto se reinventó una vez más, también de manera dramática. También un 19 de septiembre. Pero ahora de 2017. Justos 32 años después del otro cataclismo.

Y una vez más, la unidad de los mexicanos salió a flote.

La cantidad de ironías sumadas en este evento es impresionante: el 7 de septiembre, 12 días antes, hubo un terremoto de una intensidad casi similar, pero en el sur de México. Dos estados, Oaxaca y Chiapas, fueron gravemente afectados, pero se sintió levemente en la Ciudad de México. ¿Qué nos salvó? La lejanía y la profundidad del epicentro, a decir de los que saben de esto. Si hubiera sido más en la superficie, o más cercano a la costa, quien sabe... El 19 a mediodía, se hizo el tradicional simulacro, el recuerdo del 85 y todo lo acostumbrado. Casi dos horas después la tierra empezó a moverse y ganar fuerza e intensidad. La gente no acababa de sentarse en sus escritorios, pupitres, mesas, o reiniciar sus actividades, cuando el terremoto adquirió fuerza destructiva. No dieron tiempo a que se reiniciara la alarma sísmica, ya todos habían salido del modo de simulacro, nadie esperaba que eso volviera a pasar...

Y para la gente de mi generación, y algunas anteriores, fue revivir esos momentos de 1985. Yo me veía llegando adormilado a la Facultad...

Sin embargo, esta vez no estuve yo ahí para salir corriendo del edificio en Tlatelolco en donde estaba mi oficina. Estaba en Canadá, preparándome para salir a comer... No había sentido nada. Un aviso de RT, una agencia informativa rusa, en la pantalla del celular... Y el mundo paró en seco.

Y en segundos, Facebook y Twitter empezaron a poblarse de avisos de gente preguntándose unos a otros si estaban bien, si habían sentido el temblor, si en donde estaban no había habido daños. Y luego fueron los reportes de Protección Civil. Y fue de nuevo descubrir, a través de los medios, que la CDMX estaba en un colapso emocional por un terremoto más. 

Y fue empezar a ver que se formaban los centros de acopio organizados por la población, y los voluntarios que iban a arriesgarse para remover escombros y tratar de salvar gente, a una velocidad de los equipos establecidos de rescate no tuvieron. Sí llegaron, pero fue a integrarse a las cuadrillas civiles ya operando.

Los amigos, poco a poco, avisaban que estaban bien, muertos del susto, pero bien. La gente se organizaba para el rescate, para abastecer los centros de acopio, para ayudar a los rescatistas, para conseguir agua, medicinas, ingenieros, expertos en primeros auxilios. Se formaban campamentos para las labores de remoción de escombros. Y había una estricta disciplina en los trabajos, no se ha sabido de incidentes con relajientos en los puestos de auxilio o en los trabajos en los edificios colapsados, y cuando se sabía de bromistas que abusaban del miedo o de la ayuda generosa, una cadena de información a través de Facebook, Whatsapp, Twitter y otras redes sociales, denunciaban estos casos. La humillación en redes sociales puede ser un castigo muy severo.

Junto con los cuerpos profesionales de rescate, llegaron ayudas de otros países, como sucedió en el 85. La generosidad del mundo hacia México fue, como siempre, inmensa.

Pero quienes se llevaron el mayor premio fueron esos jóvenes"millenials", los que más arriba decía yo que estaban más preocupados por lo superfluo que por su prójimo. Fueron ellos los que supieron organizarse, aun mejor que en el 85, con herramientas que no soñábamos tener en esos tiempos, como un teléfono celular, una red social, pero sí con esa misma solidaridad que nos movió a los jóvenes de otro tiempo a hacer actos heroicos, que ni de broma haríamos en nuestra vida diaria. Ellos tienen la gratitud de miles y miles de personas a quienes rescataron de los escombros, les dieron algo de comer o de beber, les dieron consuelo al ver su patrimonio perdido o al saber que un ser querido había muerto bajo los escombros. Ellos, y sólo ellos, hicieron la diferencia desde las primeras horas después de que la tierra dejó de cimbrarse a sus pies.

Esta tragedia nos dio nuevos héroes para nuestro imaginario, como Frida, la perrita rescatista de la Marina de México, y que sirvió para reconocer el esfuerzo de muchos más perros de búsqueda y salvamento que estuvieron activos en las labores de rescate. La cantidad de memes y menciones sobre ella inundan Internet.

Pero algo más que surgió de este fenómeno, sismológico y social, fue el crear un nuevo lenguaje de rescate, creado por los propios civiles rescatistas, y que se ha convertido en el símbolo del esfuerzo de todos y cada uno de los que estuvieron, mano con mano, quitando escombros, buscando sobrevivientes, recuperando algunas pertenencias pero, sobre todo, recordándonos que esta ciudad enorme e impersonal, está habitada por seres humanos.

El gesto más conocido de ese lenguaje es el puño en alto, con el que se pedía silencio a todos en el lugar, para tratar de escuchar algún ruido que diera indicio de que había alguien con vida bajo los escombros. Y nadie ha osado burlarse de ese gesto. Luis Villoro, poeta mexicano, escribió un poema titulado así: "El Puño en Alto". Escuché en un video cómo lo recitaba él, pero Delia encontró un video hecho por alguien en el que se recita el mismo poema, pero en la voz y la imagen de verdaderos rescatistas y voluntarios que estuvieron ahí.

Todavía lo veo y se me llenan los ojos de lágrimas y se me hace un nudo en la garganta...


Para todos los que vieron esa señal de esperanza mientras estaban en un edificio en ruinas, y supieron guardar ese silencio que hizo la diferencia entre la vida y la muerte, toda mi gratitud, mi respeto y admiración, y una disculpa por no haber estado con ustedes para ayudar de algún modo.

Para aquellos que lo perdieron todo en el terremoto del 19 de septiembre de 2017, o en el del 7 de septiembre de 2017, o en el del 19 de septiembre de 1985, o en cualquier otro desastre natural, pido un momento de silencio y solidaridad con este gesto que he aprendido de esta tragedia y que, una vez más, nos une a todos los mexicanos y nos muestra, una vez más, como un pueblo unido en la desgracia, pero con la fuerza de poder ayudar a quien más lo necesita para resurgir, una vez más, de los escombros, el polvo, la tierra y las cenizas, ahora más fuerte y sólido que nunca,


El puño en alto, desde el exterior.



16 mayo, 2017

Rituales de transición

Cuando uno vive en el exterior, la vida no deja de seguir su curso. El lugar no detiene el tiempo. A veces nos hace más conscientes de su devenir o, al menos, nos ayuda a que no se nos olvide que el corazón sigue latiendo, que el sol sigue saliendo por las mañanas, y que el atardecer seguirá en el horizonte al final de cada día.

El paso de los años desde que ingresé al Servicio Exterior se ha ido mostrando en detalles de todos tipos: un poco más de cintura en uno, lo que hace que las tallas del pantalón tengan que crecer, so riesgo de que estemos entamalados en la ropa; las consabidas canitas que empiezan a platear la sien, como cantaba Gardel (¡y cada año canta mejor!); el que la música en volumen alto se empieza a sentir como ruido estridente, y así podría seguirme con esa lista de cosas que nos muestran que nos alejamos más de la juventud y nos acercamos más a la madurez.

El haber cumplido 25 años en el oficio ha sido un parteaguas, como dicen los políticos y los historiadores. Es el reconocimiento de la trayectoria que hemos logrado en este tiempo de servir fuera de la tierra de uno, y un rato de regreso, para volver a partir, como antes (y va de nuevo Gardel). Tiene un símbolo visible, que fue una medalla y un diploma firmado por la entonces Canciller:


Esperé esta condecoración por muchos años, y tenía la esperanza de que pudiera recibirla en una ceremonia en la Cancillería. La geopolítica se atravezó en la ruta y terminé abriendo un paquete en la valija diplomática en mi escritorio para poder tener el estuche y el diploma en mis manos. Ni modo. Así pasa cuando sucede, como dice Delia.

Son los rituales cuando uno se acerca al atardecer de su gobierno, como decía mi abuelo.

Pero hay otros que vienen del otro lado de la línea. Esos que se dan al inicio de la vida, cuando la persona empieza a dejar atrás la infancia y comienza a asomarse al mundo de la adolescencia, como antesala de la vida adulta.

En muchos de nosotros se manifiestan en momentos como el primer cigarrillo a escondidas en el baño de la escuela, o cuando se empieza a dibujar una sombra oscura en el rostro de los muchachos y que anticipa una barba o un bigote, símbolos de ser ya una persona mayor. Es también el empezar a usar prendas que no se tenían antes, como el sostén en las chicas. También en nuestra afectividad, como el descubrir el atractivo de las chicas o los chicos, el tomar a alguien de la mano y sentir un leve escalofrío de emoción, lo sublime de un primer beso, o la intensidad del sexo por vez primera.

Cada quien tiene su propia versión de esos rituales de transición, o en inglés "passage rituals".

También me toca ser testigo de esos rituales de transición. Y muy de cerca. 

Mis chicos se alejan de la infancia cada día. Rebeca ya llegó a la mayoría de edad que establece la ley, y Diego se acerca rápidamente a esa etapa. Cada uno está teniendo sus propias experiencias en esa transformación de vida.

En el caso de Rebeca ha sido en varios movimientos. El primero fue el que viajara por primera vez sola, es decir, sin nadie de la familia con ella; a un lugar desconocido y con gente que acababa de conocer, o que había visto antes, pero con quienes tenía un mínimo de contacto.

Resulta ser que la escuela de Reba promocionó un viaje a Europa para cuando estuviera en el último semestre de preparatoria, o High School como acá le dicen. La ventaja es que se pagaba en cómodas mensualidades, por cerca de año y medio, Por supuesto que tomamos la oferta y gustosamente pagamos (o nos cargaban a la tarjeta, que es lo mismo) lo del viaje. Al final, quedó listo el pago, luego fue renovar pasaporte, visas de Canadá y Estados Unidos (su vuelo saldría desde Michigan), equipaje, dinero que llevar para el viaje (ya saben: regalitos, antojitos, y todo lo que pudiera ofrecerse en el trayecto), una maleta adecuada, ropa cómoda y a la vez linda, en fin...

Llegó la fecha, fue dejarla temprano en la mañana en la escuela, para unirse al grupo de viaje. Escuchar las recomendaciones de los chaperones y coordinadores de contingente. Y llegó el momento de decir "¡te esperamos de regreso! ¡Cuídate! ¡Toma muchas fotos! ¡Diviértete! ¡Te queremos!", tratando de no usar el "adiós". Total, después de los abrazos y demás, abordaron un autobús que los llevaría al aeropuerto, y de ahí a cruzar el Atlántico.

A pesar de la tecnología, no hubo mucha comunicación. Así que, cuando llegó el día del regreso, fue ir ansiosos a recibirla en la escuela, el mismo punto de su partida. Al vernos, corrió a nuestros brazos y, en un mar de llanto, nos dijo lo mucho que nos había extrañado, lo mucho que había pensado en nosotros y su alegría de estar finalmente en casa. Ya más calmada, ahora sí en casa, fue empezar a platicar de las incidencias del viaje, de sus acompañantes, de los lugares que había visitado, y ahí la charla ya fue más animada, haciendo broma de las actitudes de otras de las chicas y chicos del grupo, o de algún momento del recorrido. Y todo regresó a la normalidad del muégano de familia que hemos formado.

El segundo momento no fue tan traumático. Al menos no para Rebeca, sino mas bien para los papás, léase Delia y yo.

Desde antes de su cumpleaños, Rebeca había dicho que quería un tatuaje, pero sin especificar qué figura había escogido. Cuando empezamos a hablar del asunto, lo tomábamos medio a broma y le decíamos que, cuando cumpliera los 18, entonces podríamos ver el asunto.

El tiempo siguió su ruta y, cuando menos nos dimos cuenta, ya Reba estaba apagando las velas de su mayoría de edad. Y lo hizo con decoración que era muy de su gusto:


Tal vez como preludio a lo que vendría unos pocos días después...

De hecho empezó el mismo día de su cumpleaños. Nosotros honramos nuestro compromiso, y fuimos a una casa de tatuaje que nos dio buena impresión. Platicacmos sobre la idea de Reba para su tatuaje: el logotipo de los Autobots, el tema de su mesa de cumpleaños. Y su deseo no era de ese preciso momento. Le tomó franco cariño a los Transformers desde hace mucho tiempo. Vió bastantes episodios de una de las series recientes, pero pudo ver historietas, o cómics como ahora se les conoce, de los tiempos en que surgieron los Transformers, alrededor de mis 18 años. Conforme iba conociendo más de los robots en disfraz, más crecía su pasión por ellos.

Precisamente pensado en que eran personajes de los 80's del Siglo XX, imaginamos Delia y yo que no tendrían mucha idea del tema. Cual fue nuestra sorpresa cuando el muchacho del mostrador nos dijo que, a su espalda, estaba un verdadero experto en la materia, y se volteó un hombre alrededor de sus 30's, robusto, de mediana estatura, y se levantó la manga de su camisa para mostrar un muy elaborado tatuaje de los personajes de ese programa. Delia abrió unos ojos de plato y empezó a decir en un susurro "¡omaigodomaigodomaigod!".

La idea de Reba no era algo tan sofisticado, pero cuando vió esa obra de arte en tinta, su emoción fue hasta el techo. Desgraciadamente, el artista ya iba de salida, pero se programó la cita para unos días después, justo al regreso del viaje de fin de año y de preparatoria. Al final fue, aparte de tener el tatuaje, una manera de subirle más el ánimo después de la experiencia del paseo por Europa.

Y el resultado, en mi opinión, fue sobresaliente:


Sin duda, Optimus Prime, líder de los Autobots, estaría más que satisfecho.

Y Rebeca lo porta con orgullo y alegría, preparando el camino hacia su carrera, cualquiera que sea, y a empezar a transitar el camino hacia ser un adulto.

Estas experiencias, pienso yo, forjan de una manera u otra el espíritu de Rebeca, y le darán elementos para comenzar ese pasaje. Sus rituales de transición siguen. Estoy seguro que, en su interior, ella sigue buscando el derrotero de su destino. Delia y yo, como sus padres y por el inmenso amor que le profesamos, estaremos a su lado para guiarla y acompañarla, hasta donde ella lo necesite. Después, ya será ella sola.

Luego será el turno de Diego, quien tendrá sus propios rituales, sus propias experiencias, sus propios aprendizajes. Y ya nos tocará acompañarlo en esa transición.

El privilegio de vivir el declive de la madurez propia, junto con el ascenso de la juventud.

La maravilla del tránsito de la vida frente a nuestros ojos, esta viviencia que nos toca ver desde el exterior.

09 mayo, 2017

Cuando la ayuda nos llega de donde menos esperamos...

Cuando uno vive en el exterior aprende a valorar la ayuda que se recibe. Lo mejor es cuando ese apoyo nos llega de los que, pensamos, serán los menos útiles a la causa.

En este oficio del Servicio Exterior hay diversas clases de asignaciones, comisiones, rangos y esas cosas. Ser parte de una estructura permite que haya un orden, una organización, funciones bien definidas, responsabilidades claramente asignadas. Me ha tocado crecer en esa estructura desde el nivel más bajo, hasta mi actual posición. No ha sido fácil, como también lo pueden decir muchos colegas del gremio. Hay que ganarse el rango y el puesto, y a veces ambos a al vez. Pero, como en todas partes, hay quienes reciben el rango, el puesto, o ambos, por obra y gracia de Mandrake. Y que piensan que, como por arte del mago de las tiras cómicas, el trabajo se hará con sólo chistar los dedos.

O al menos yo tenía esa idea, producto de las experiencias compartidas de colegas que ya tienen más tiempo que yo en la arena.

Sin embargo, también como en todo, no hay reglas rígidas ni principios escritos en piedra. Mas bien es la máxima popular que "De todo hay en la Viña del Señor".

Mi experiencia personal con estas agraciadas personas ha sido muy positiva. No me ha tocado lidiar todavía con esos inútiles que la fortuna pone en algunas oficinas y que, sabiéndose privilegiados, exigen prebendas, sin tomar en cuenta que tienen la obligación de cumplir una función. Me congratulo en decir que los funcionarios de asiganción extraordinaria que me han tocado en mis oficinas han sido de primera. Y lo han demostrado a carta cabal.

Y tienen nombre y apellido, y no tengo el menor empacho en citarlos: Jesús Contreras y Martín Torres. Ambos coincidieron conmigo en Texas.

Debo admitir que, al saber que iban a llegar a la oficina en que estaba entonces, había cierto recelo heredado de las historias que les comentaba más arriba. Aparte, sin conocer a ninguno de ellos, la imaginación crea toda suerte de historias. Con toda alegría puedo decir que estuve equivocado.

Ambos llegaron con pocas semanas de diferencia, y casi al mismo tiempo que yo. Para el Consulado General en Dallas era un cambio importante de equipo, ya que se ocupaba una oficina prioritaria, como era la de Prensa y, por otro lado, se recibía un apoyo necesario en la difícil área de Documentación.

Jesús no era un novato en el tema de medios, todo lo contrario. Con una amplia experiencia en el difícil arte de lidiar con reporteros, prensa, TV, radio y similares. Para él era regresar a un ambiente familiar, y con su habilidad, don de gentes, simpatía y creatividad, supo ganarse a los medios del Norte de Texas, de trato difícil y con frecuentes fricciones con la oficina. Sin embargo, se convirtieron en valiosos aliados en las tareas que teníamos, y sigue teniendo el Consulado General. Abrió una brecha que ha sido bien aprovechada por sus sucesores, y la relación con la TV, el radio y la prensa sigue siendo, hasta donde yo se, muy saludable y positiva. Todavía hay gestos de aprecio por mi vencino de sección del edificio, cuyo café express llenaba de un aroma delicioso el piso completo, y le ganó frecuentes visitantes entre los aficionados al café fuerte que sólo Jesús sabe preparar. Facebook, en donde estamos conectados junto con un grupo importante de comunicadores de Dallas, me ha permitido constatar el gran aprecio y respeto que dejó plantado en ese lugar, y las muestras de afecto de sus contrapartes son frecuentes y cálidas.

Y los que compartimos trinchera con él, encontramos a un gran amigo, fucnonario comprometido con la causa y, sobre todo, una persona de gran calidad humana, sin demeritar a nuestros otros dos invitados de hoy.

Este es el primer invitado de hoy:



Martín García tiene una historia un tanto parecida, pero con su toque personal. Igual que con Jesús, nos avisaban que venía, y no sabíamos que esperar. El día en que se presentó a la oficina, me impresionó un hombre alto, corpulento, con poco cabello y cara muy adusta. Cuando me tocó recibirlo y platicar con él, descubrí a una persona de carácter amable, jovial, de trato sencillo y, sobre todo, una frase que me quedó grabada: "¡pónme a hacer lo que sea! Yo vine aquí a ayudar, no a ser una carga. No tengo problema en hacer labores de escritorio, mostrador o lo que me digas". Con ese nivel de disposición, cualquier duda que hubiera podido tener sobre su deseo de ser alguien más del equipo desaparecieron.

Decidimos asignarlo al área de Documentación. Naturalmente, era una actividad nueva pero, como parte de esa disposición extraordinaria, llegó con sincero deseo de aprender, hacía preguntas sensatas al personal que ya tenía experiencia en los servicios y los trámites y, cuando algo empezaba a ponerse más complicado de lo necesario, pasaba a mi oficina y lo platicábamos, él escuchando, preguntando, proponiendo, siempre con respeto y cordialidad, como buenos colegas y, con el trato diario, al igual que con Jesús, una sincera amistad. Al poco tiempo, su habilidad le permitió asumir la supervisión del mostrador, a la vez que estaba recibiendo documentos y atendiendo a los paisanos, siempre con una gran sonrisa, un trato amable, respetuoso y simpático, lo que le ganaba el aprecio del público y el afecto de los que trabajábamos con él.

Y presentamos a nuestro segundo invitado:


Salir de Texas fue dejar atrás a estos dos buenos amigos e invaluebles colegas. Fue triste, pero sabía que sus funciones quedaban en las mejores manos. Ellos también, en su momento, terminaron su ciclo en Dallas. Jesús regresó a México, donde trabaja en otra dependencia del Gobierno Federal; y Martín cambió de oficina a Chicago, en donde sigue sirviendo a los nuestros con ese mismo compromsio que yo pude constatar en nuestro tiempo de trabajo compartido.

Yo regresé a Consulares, y casi cuatro años después, estaba yo haciendo maletas y menaje para comenzar la experiencia de dirigir un Consulado en Canadá. 

El tiempo nos dará la oportunidad de conocer a otros colegas que, como Jesús y Martín, son personas que el Servicio Exterior recibe en calidad de préstamo, y que nos dejan su esfuerzo, experiencia y amistad.

Estas dos personas me han enseñado una gran lección de humildad, de experiencia y, sobre todo, de saber dar la oportunidad de que la gente con la que colaboro muestre sus colores antes de crear prejuicios o asumir posiciones. Han sido valiosos colaboradores, cada uno en su espacio y su tiempo, y siempre buenos amigos con los que compartimos una charla amena, una taza de café, o un saludo por el medio en que podamos coincidir.

A cada uno les tengo una deuda de gratitud por su apoyo como equipo, y por el favor de su amistad y respeto.

Experiencias que enriquecen la vida cuando se está en el exterior.

12 febrero, 2017

Todos tenemos algo que decir

Cuando uno vive en el exterior, se siente la necesidad de decir algo. De compartirlo con aquellos que nos acompañan en la jornada. De expresarlo al mundo que esté dispuesto a escucharnos.

Este espacio surgió del deseo, del ansia, de la necesidad de decir lo que pienso, lo que siento, lo que este peregrinar ha creado en mi mente, en mis sentimientos; el visitar los recuerdos, el traer a la conversación las personas y los lugares que han sido significativos, el hacerte partícipe, amigo lector, o lectora, de lo que ha sido esta experiencia fuera de la Patria.

Sirva de ejemplo nuestra estancia en Canadá, que nos ha dado la oportunidad de conocer gente hermosa que ha ido ganando un lugar en nuestro aprecio; y el convivir en un lugar tan relativamente pequeño, como es Windsor, nos permite que esa comunicación sea frecuente, y al no ser atosigante, hace que cada encuentro sea cordial, con nuevas cosas que comentar, o actualizar las ya conocidas. Es una especie de familia, pero no al estilo Corleone, o Soprano para las nuevas generaciones. Es el grupo de amigos que nos da la hospitalidad a los recién llegados, para formar parte de un grupo con décadas de conocerse, pero con origen común en la Patria y que, al final, es el lazo que nos une.

Y como eso podríamos hablar de Albuquerque (del que tengo un sentimiento muy especial), Santa Ana, Shanghai, o Texas. Incluso del regreso temporal a México. Cada sitio nos ha dado su cuota de lugares memorables y gente especial que han hecho de esa etapa en específico, algo que forma parte de nuestra memoria histórica y de nuestra nostalgia.
Y a su vez, cada lugar, cada persona que entra a nuestras vidas en esos sitios, nos hace partícipes de su experiencia de vida, de aquello que, de una manera o de otra, causa un impacto en su ser. Para muestra, un botón. 

Maru, una amiga de Canadá, viajó de regreso a Monterrey, su lugar de origen, y donde vive la mayor parte de su familia, para acompañar a su sobrina Ivana a iniciar su camino a la Eternidad, víctima del cáncer. Su muerte fue antes de tiempo, y es más doloroso cuando hablamos de una niña que apenas comienza su vida.

Supe de la existencia de la pequeña por las crónicas que compartió Maru en su muro de Facebook. Con palabras simples y emotivas, tanto en inglés como en español, nuestra amiga nos permitía acompañarla en sus reflexiones sobre la enfermedad de Ivana, y su visión de la vida ante este momento de dolor, al mismo que tiempo que celebraba la vida de su sobrina.

Facebook se ha usado para los más diversos fines, desde impulsar la consciencia social y llamar a la comunidad a rebelarse contra la opresión y la tiranía, hasta chistes y cosas que se podrían catalogar como superficiales o sin importancia. No se le puede negar su valor como agente de divulgación científica, económica, académica, cultural, social. Su versatilidad es medida por la de sus millones de usuarios en todo el orbe, e incluso más allá, pensando en los astronautas y cosmonautas de la Estación Espacial Internacional, que orbita la Tierra. 

Y así todos buscamos un foro que podamos considerar idóneo para expresar nuestra voz. Antes lo hacíamos con un amigo en un bar, con una copa de por medio, o en la tranquilidad de un café, con una taza humenate en la mesa. La creación de las redes sociales y espacios en Internet, en los que uno puede hacerse escuchar, o leer, ha sido la respuesta a esa urgente necesidad de decir lo que tenemos dentro, a unos cuantos o al mundo entero; ya sea para hacer partícipes de la alegría de un triunfo, o el dolor de la pérdida, como Maru. Expresar una opinión o solidarizarse con una causa. Desde Twitter y sus 140 caracteres, hasta espacios como Blogger y otras plataformas similares, en que uno puede desarrollar una idea (WordPress, por ejemplo, donde escribe Gerardo, mi compadre). O por YouTube, en que millones de personas logran seguidores de temas como recetas de cocina, crítica literaria, o solo hablar de cualquier cosa mientras se juega un videojuego. Las posibilidades son infinitas, y constantemente surgen nuevos foros, visuales o escritos, en los que expresamos lo que queremos decir.

Pero al final, el mensaje siempre encuentra un medio para ser transmitido, y que llegue a sus destinatarios, donde quiera que estén.

La urgencia de expresarnos no reconoce ni distancias ni fronteras, cuando estamos en el exterior.