05 enero, 2014

Cuando los padres se van...

Cuando uno vive en el exterior, la distancia es un arma de dos filos: o sirve para poner una saludable distancia de aquello (o aquellos) a quienes tener cerca resulta complicado o desagradable; o también es un obstáculo que nos impide estar presentes en momentos y lugares que nos son de capital importancia.
 
El vivir lejos puede ser algo muy cómodo para lidiar con familia o conocidos que nos resultan molestos, que nos echan en cara que somos "los parientes famosos" o "los diplomáticos" (en tono sarcástico y de burla y ciertamente de envidia). A nadie le encanta que le echen en cara como algo que cause vergüenza o humillación el tipo de trabajo que desarrolla, máxime que no es una actividad fácil, que exige horas de familia, de descanso, más allá de las jornadas normales de trabajo. Como ya hemos platicado acá, la labor de representar al país de uno no es ciertamente sencilla, a veces muy ingrata y siempre exigente de nosotros en tiempo, energía, disposición, creativdad, buen ánimo, por solo citar algunas de las cosas que debemos de aportar al servicio.
 
¿Un mecanismo de escape? Muy probablemente, pero la salud mental y emocional de uno a veces requiere de soluciones extremas a problemas extremos. Pero como acá también lo hemos comentado, es un ciclo que implica regresar a la Patria, un círculo que debe cerrarse en algún momento, y entonces el escapismo desaparece y uno tiene que encarar de frente la realidad que por mucho tiempo uno se ha empecinado en evadir. Y de nuevo son los parientes y conocidos que ven en el título de "diplomático" la razón para increparle a uno que se es un burócrata de lujo, al que le pagan por ir a hacer nada a otro país y recibir un sueldazo. No nos queda más que suspirar fuerte, hacer de tripas corazón, y secretamente contar los meses, los días, las horas, para llegar al siguiente traslado y poder regresar al santuario del exterior.
 
Pero también la distancia se revierte en nuestra contra cuando recibimos la noticia de que un ser querido está grave, o incluso falleció, y no podemos estar a su lado para los últimos momentos, o para darle el último adiós.
 
Así me pasó a principios de los 2000, cuando me avisaron de la muerte de mi padre. Estaba preparando los festejos del Grito de Independencia en California, cuando un 13 de septiembre, temprano por la mañana, mi madre me llamó y, con voz quebrada por el llanto, me dió la noticia. Su fallecimiento fue inesperado ya que, aunque tenía diabetes y otras dolecias propias de la edad avanzada, estaba bastante fuerte y tenía actividad. Esa mañana se había levantado para hacer su rutina diaria, y de regreso en su cuarto iba a recostarse cuando, súbitamente, un paro cardíaco lo apagó y quedó recostado en su cama, para el asombro y desconcierto de mi madre. Mi hermano, que vivía con ellos, llegó a toda carrera para tratar de reanimarlo, infructuosamente. Papá ya había emprendido el camino hacia la Posteridad.

Mi problema no fue dejar los festejos encargados a mi esposa y a gente de mi confianza de la oficina, sino el encontrar un vuelo de regreso. Quería llegar lo más pronto posible... Y tuve la fortuna de lograrlo. Si bien no llegué en 10 minutos, pude llegar a velarlo. La odisea empezó en el aeropuerto en Los Angeles, tomar el avión, llegar a la ciudad de México, avisar por celular que ya había llegado (el roaming no era tan eficiente como ahora, pero mi teléfono de Estados Unidos sirvió lo suficiente antes de que se acabara la batería, y yo no había llevado el cargador por la prisa de salir), tomar el metro y llegar a casa, para ser recibido por el féretro de mi padre en la sala-comedor de la casa. Mamá había decidido que se velara en casa. Fue una tarde-noche larga y pesada... pero pude despedirme de mi padre.

Hay decenas de historias parecidas en este gremio, pero sin ese final afortunado... por vivir al otro lado del mundo o por no haber facilidad de vuelos, muchas veces llegaban dos o tres días después, meramente a recibir los pésames y conservando el dolor en el alma de no haber podido llegar a tiempo para el último adiós.

El regreso a la Patria también tiene sus bemoles.

Ya dijimos que es parte del ciclo de trabajar para el Servicio Exterior, que es una etapa que tiene que cubrirse en este nómada oficio, y que también es el momento en que uno tiene que lidiar con todo aquello que se busca evitar al vivir fuera. Ni modo... gajes de oficio.

Sin embargo, también permite que uno pueda cerrar sus círculos personales.

Cuando regresé a la Patria hace dos años y medio, de alguna manera me hice a la idea de que sería la época para enterrar a mis ancestros: mi madre y el padre de mi esposa. Y esa cierta premonición se cumplió: en 2012, mi suegro falleció y mi madre el 27 de diciembre de 2013.

La partida de mi suegro fue relativamente rápida (una semana desde su ingreso al hospital). En el caso de mi madre fueron 4 meses de intensos tratamientos, largas estadías en hospital, descubrir dolencias ocultas y ver como una mujer que desarrollaba una vida activa, con muchas amistades a su alrededor y con proyectos para el futuro, como poco a poco empezó a decaer hasta verla partir adormecida por la debilidad y con un suspiro como despedida.

El cáncer fue el malhechor que cobró la vida de mi madre, el enemigo que nunca se manifestó como tal y que usó un engaño para manifestar su presencia: lo que parecía un infarto cerebral, una embolia, en realidad resultó ser una metástasis de un cáncer en el pulmón, que nunca dió señales de estar ahí. Se le descubrió de una manera meramente casual: mi madre había tendio una bronquitis que le había durado varias semanas hacía poco, y cuando estaba en el hospital para lo que pensábamos era la embolia, tuvo un poco de tos... eso llamó la atención de los médicos, que ampliaron los estudios que le practicaban a mamá a su tórax... dejando ver una formación extraña en su pulmón izquierdo, lo que obligó a hacerle una biopsia. El resultado fue demoledor: cáncer.  Eso obligó a revisar el primer diagnóstico en el cerebro y todos los estudios realizados, mostrando que era una metástasis que había generado un derrame, y no un infarto cerebral que había tenido un cuágulo... a causa de lo del pulmón...

De septeimbre que la internamos por primera vez, hasta diciembre en que falleció, mamá tuvo momentos de mejoría esperanzadora y de cirsis que hacían esperar lo peor. Se defendió con toda su capacidad y demostró que hacía honor a su apellido: Acero, era una mujer de fortaleza de acero y que hizo que luchara conrta los efectos del cáncer de manera singular. Lamentablemente, hasta el acero tiene un punto de quiebre, y mi madre encontró ese punto la noche del 27 de diciembre en que, adormecida por la debilidad que le había ocasionado la enfermedad, simplemente dejó de respirar, dió un leve suspiro y supimos que ya había dejado de estar con nosotros. Su partida fue pacífica, sin dolor ni sufrimiento. Eso nos resultó una bendición, dentro de lo doloroso de perderla.

Doy gracias porque mi ciclo en el Servicio Exterior permitió que pudiera cerrar este círculo al poder estar con mi madre al momento de dar su último suspiro y poder acompañarla para que sus amistades le pudieran dar una despedida como ella la hubiera deserado: rodeada de las personas que la habían querido a lo largo de muchas décadas, y con las que había desarrollado profundos lazos de amistad, en las buenas y en las malas. Mamá tivo la fortuna de ver a sus generaciones unidas: sus hijos y sus nietos pudieron acompañarla hasta el final, y pudo disfrutarlos con alegría.

 
Omnes Generationes
 
 

Ahora que me toque volver al exterior, sabré que mi estancia en la Patria habrá tenido un valor adicional al regreso a los orígenes y el tema laboral... el haber podido lograr este momento de paz interior y de cierre de una etapa de mi vida, el despedir del mundo material a mi madre y que ahora me acompañará en mi deambular por el mundo con una presencia imperecedera en  mi memoria y en mi corazón.

Una compañía que me hará recordar mis raíces cuando las vea desde el exterior.

In Memoriam
Soledad Acero Sierra
1933-2013