25 agosto, 2016

Por el eterno descanso...

Cuando uno vive en el exterior se tiene la oportunidad de observar el entorno que nos rodea con una visión propia, diferente a la que tienen los que viven ese entorno como algo cotidiano.

Cuando llegamos a Canadá, como ha sucedido en cada lugar al que hemos llegado, incluyendo la Patria, era terra incognita, tierra desconocida, y lo que se hace en estos casos es empezar a explorar y observar. Cada día era un nuevo descubrimiento, una nueva experiencia, una nueva anécdota para la hora de la cena.

Y así descubrimos los invernaderos, la Marina de Leamington, el puente Ambassador, los trabajadores en el centro de Leamington, lugares donde comer, nuevos amigos, una nueva oficina...

Pero hubo algo que atrajo mi atención casi desde mi llegada, ya que lo encontré desde los primeros días en esta region.

Los cementerios.

Y no es que no deba haberlos, ¡claro que debe haberlos! Es una necesidad del ser humano de dar un lugar de descanso digno a los que lo preceden a uno en la ruta hacia la Eternidad. Y desde siempre se ha designado un espacio en la ciudad, el pueblo, la comunidad, o como la queramos llamar, en donde depositamos los restos de nuestros muertos, y dejamos marcas para identificar el sitio en donde reposan por el resto de los tiempos. Las lápidas de las tumbas han sido una tradición y, adicionalmente, un modo de vida para muchas personas a lo largo de los años, sin importar en qué parte del mundo estemos, han dedicado su energía y su esfuerzo en esculpir la piedra o el mármol, hasta crear una señal visible en que se asienta el nombre de quien está sepultado en ese punto, así como las fechas que significaron su llegada y su partida de este mundo.

La cultura de disponer de los restos mortales de las personas ha estado cambiando, junto con los tiempos. Prácticas como la cremación son cada vez más socorridas, tanto por motivos económicos (una urna es siempre más barata que un féretro), como el hecho de que el espacio en los cementerios es cada vez más escaso. Las criptas con nichos para acomodar varias urnas se vuelve la opción para dar un lugar de resguardo de las cenizas de nuestros seres queridos. 

En lo personal, yo prefiero que, cuando llegue mi hora, manden mis cenizas al espacio, así no hay el tema de comprar espacios para la dichosa urna, y me cumple un sueño que he tenido desde la infancia: poder viajar al Cosmos. Si bien es cierto que esta opción ya existe, es todavía costosa, y la verdad prefiero que mi familia disfrute de esa plata, a que la quemen en ponerme en un cohete para  orbitar la Tierra una vez cada doce minutos por los próximos 50 años o más, hasta que la órbita decline y regrese envuelto en flamas, como chatarra espacial.

Pero volviendo al tema de los cementerios de Leamington, la cuestión no es que los haya. Es el hecho de que están por todas partes, y como los cementerios británicos de las pequeñas villas, los tiene uno a la vista, a lo más, cercados por una barda de herrería. Y puede uno ver cómo cambian los gustos por la moda o el presupuesto al momento de escoger la lápida. Y se ven fechas que se remontan a principios del Siglo XX para marcar el nacimiento del ahora difunto. Las fechas de fallecimiento son variadas, desde pocos meses de edad hasta años que muestran vidas longevas y, ojalá, vividas intensamente.

Para muestra un botón:






Los he encontrado en los lugares más disímbolos y con una frecuencia, en mi opinión y experiencia, inusitada. Por ejemplo: en la calle principal de Leamington, la calle Erie, hay uno cerca al Walmart del pueblo, junto a una oficina de bienes raíces. Muy céntrico, podría decir. Y, por las lápidas, es de deducisrse que tiene ahí muchos años. Puede pensarse que la ciudad creció y absorbió el cementerio, que posiblemente estaba a las afueras de la población.No tengo certeza de ello.



Esta visión se refuerza con otro caso: en el cruce de dos caminos vecinales, a las afueras de Leamington, hay un cementerio que está a ambos lados de la carretera, una parte viendo a la otra. Dudo que el camino haya cortado al camposanto, mas bien pienso que, por necesidad, se hizo en dos partes, aprovechando que había dos lotes disponibles, ambos pequeños.

En Windsor he podido encontrar cementerios dentro de la zona urbana, de hecho en sectores residenciales. Podría ser también el caso del crecimiento que incorporó estos lugares de último descanso.


Hace poco vino mi amigo Gerardo, del que ya les había contado en una entrega previa (¿se acuerdan de Manolito y Buck?), y era la primera vez que visitaba esta parte de Canadá. Y me decía, con cierto asombro, que no veía a nadie en las calles, que parecía una ciudad desierta (considerando que él vive en la zona urbana de Chicago, esta región por supuesto que le parece abandonada). Al mostrarle algunos de los cementerios que hay en la carretera hacia Leamington, le quedó claro dónde estaba todo el mundo... Me agradó la broma.

Pero esta abundancia de panteones (en mi opinión un nombre poco adecuado, ya que el Panteón original, en Grecia, era un templo para todas las deidades que no eran griegas, como muestra de respeto hacia las diferentes creencias que se encontraban en el imperio regido por Atenas) lo pone a uno a meditar sobre la brevedad de la vida y lo frágil que resulta, ya que se puede perder en cualquier momento y por un sinnúmero de causas.

En mi tiempo de Cónsul en esta región me ha tocado saber del caso de tres trabajadores que han fallecido, no necesariamente por causa de su trabajo. El primero, a principios de este año, era un que había sufrido, ese sí, un accidente en su trabajo y había quedado cuadrapléjico, de eso hace tres años. Se había tenido que quedar en Canadá para seguir su tratamiento, incluso su esposa estaba con él acá. E inesperadamente supe que había fallecido. El seguro que cubre al programa de trabajadores se encargó del regreso del cuerpo a México para darle cristiana sepultura.

Los otros dos casos los viví más de cerca.

Uno fue el de un trabajador que llegó a Canadá y, a las pocas semanas, comenzó a quejarse de dolores en los huesos, y mostraba algo de inflamación en el rostro. Se le llevó al hospital y resultó con cáncer óseo. A decir de los médicos en ese momento, se podría lograr una recuperación significativa con un transplante de médula, pero debería pasar una ruta difícil y complicada de tratamientos, quimioterapia y cuidados. Se le podía mandar de regreso a su vivienda y volvería al hospital para sus tratamientos y monitoreo de la enfermedad. Tuvo algunas crisis y se recuperó en varias ocasiones. La búsqueda de donadores se volvió lenta y difícil, ya que estando en Canadá, el buscar donadores complatibles en su familia, en México se hacía desesperantemente complicado por la obtención de muestras, analizarlas y ver la compatibilidad. Al final ninguno de sus familiares inmediatos resultó idóneo para la intervención. El hospital pudo lograr ubicar un donador compatible y se programó el procedimiento.

Sin embargo, su condición de deteroró un cuestión de días, y luego de horas. Llegamos al punto en que se nos dijo que el fin era inminente.

Paralelamente a esto, hacíamos esfuerzos para poder traer a su esposa para que estuviera con él, inicialmente para que lo acompañara durante el transplante y recuperación, que calculábamos que se prolongaría hasta fines de este año, pero conforme avanzaba el cáncer, la idea cambió para tenerla cerca para que tomara decisiones y pudiera, con un poco de suerte, despedirse de su esposo. Finalmente lo logramos: la señora pudo ver todavía vivo a este muchacho, y pudo pasar los últimos momentos de él a su lado.

Dos días después, mientras decidíamos la manera de brindar apoyo para la estancia de la señora en Canadá por el tiempo que fuera necesario, sonó el teléfono. Unas pocas palabras en el auricular. El muchacho había fallecido.

Nos afectó a todos en la oficina muy profundamente. Habíamos podido ver la evolución del mal, llegamos a abrigar la esperanza de que, con el transplante, pudiera alargarse su vida tal vez hasta el año próximo, así podría regresar y estar con su familia completa hasta el final, pero la esperanza empezó a desvanecerse a medida que los médicos nos decían que habían tenido que ingresar de emergencia al muchacho en el hospital por recaídas y descompensaciones. Después de un tratamiento, lo regresaban a su vivienda, en donde era acompañado por los demás trabajadores, y el dueño de la granja se había solidarizado con el enfermo, al grado de permitir y ayudar para que sus demás trabajadores pudieran verlo un momento en el hospital al finalizar su turno. El pastor de su iglesia de brindaba buena parte de su tiempo para acompañarlo y confortarlo. Llegó al punto en que ningún tratamiento podría ayudarlo más. Su cuerpo había sido acabado por la enfermedad y su debilidad apenas le permitía estar conciente, pero siempre animado.

Para los de la oficina y para mí no fue meramente un número, era Pedro. Y la pregunta de todas las mañanas, al llegar a la oficina era: "¿Cómo va Pedro?". Era en todos la mezcla de la impotencia de no poder acelerar los trámites o los resultados de los análisis, y la tristeza de ver cómo se extinguía lentamente. Eran las visitas de los de la oficina para saber su estado, para saludarlo y animarlo, para conocer de boca de los médicos el avance del cáncer. De una manera u otra, Pedro se hizo parte de nuestra cotidianeidad por varios meses, hasta que perdió la batalla.

Por las mismas fechas, una noticia nos cimbró a todos: un accidente en que un motociclista había arrollado, en un camino vecinal, a tres trabajadores con algunas copas de más. Uno sufrió heridas leves, otro fractura de tobillo y otras heridas más serias, por lo que tuvo que ser internado.

El tercero falleció.

La investigación de la policía exhoneró al motociclista y reveló las condiciones de los afectados. Sin embargo, el conductor ha ofrecido brindar alguna clase de compensación a los deudos. Un noble gesto, sin duda alguna.

La muerte está más cerca de nosotros de lo que nos imaginamos. Un accidente o una enfermedad no detectada a tiempo pueden ser la antesala de terminar nuestros días en este mundo. Y aunque trate uno de prever ese momento, la realidad es que llega cuando menos se espera, y cualquier plan o proyecto se ven truncados.

Pero esa brevedad de la existencia nos hace saborear más intensamente cada momento, cada experiencia, cada vivencia, lo mismo alegre que triste, de pérdida o de reencuentro, de felicidad o de amargura... La vida que comienza a cada instante y se presenta frente a nosotros al inicar el día, al levantarnos para ver el amanecer o al comenzar nuestra jornada sin importar la hora que sea.

La vida no es perfecta. No todo es alegría interminable o felicidad permanente. En el fondo pienso que no tener un contraste a la existencia placentera hace que, al final, pierda ese valor agradable y positivo. Quizá porque no he tenido una existencia perfecta, la mente hace que me consuele diciendo que un poco de tristeza, dolor, frustración, pérdida o derrota, hacen que uno valore todavía más lo que se tiene y se ha logrado.

Mal de muchos...

Sea como sea, todos, o casi todos, valoramos la maravilla de vivir, de abrir los ojos y respirar una bocanada de aire fresco. El don de la existencia se vuelve un bien invaluable, y hacemos todo a nuestro alcance para conservarla. Los esfuerzos de la ciencia para alargar la vida son ampliamente reconocidos, y se aplican a través de la Medicina, los medicamentos, los tratamientos que curan, o alivian al menos, cada vez más enfermedades, y padecimientos dejan de ser crisis endémicas para convertirse en raras apariciones y señal de atraso y subdesarrollo.

La vida es algo maravilloso. Recuerdo una canción que escuché hace años, y que su coro decía: "¡Pero que bella es la vida! Con todo y sus problemas, yo la quiero. Si todo tiene un precio, yo lo pago por vivir". Pienso que es muy elocuente y nos refleja el ansia que tenemos por la vida misma.

Pero donde he encontrado la manera más bella y completa de celebrar la vida, ha sido en un poema de Alberto Cortez. Muchos probablemente lo conozcan por sus canciones, pero también su inspiración se manifestó de este modo. Lo escuché recitarlo al final de una entrevista cuando Ricardo Rocha, quien tenía esa conversación con él, le pedía algun pensamento para cerrar el espacio. Alberto Cortez  le contestó que lo quería hacer "con algunas frases, de algunos versos que pude haber escrito alguna vez como..."
Qué suerte he tenido de nacer,
para estrechar la mano de un amigo
y poder asistir como testigo
al milagro de cada amanecer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para tener la opción de la balanza,
sopesar la derrota y la esperanza
con la gloria y el miedo de caer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para entender que el honesto y el perverso
son dueños por igual del universo
aunque tengan distinto parecer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para callar cuando habla el que más sabe,
aprender a escuchar, ésa es la clave,
si se tiene intenciones de saber.

Qué suerte he tenido de nacer,
y lo digo sin falsos triunfalismos,
la victoria total, la de uno mismo,
se concreta en el ser y en el no ser.

Qué suerte he tenido de nacer,
para tener acceso a la fortuna
de ser río en lugar de ser laguna,
de ser lluvia en lugar de ver llover.

Qué suerte he tenido de nacer,
para comer a conciencia la manzana,
sin el miedo ancestral a la sotana
o a la venganza final de Lucifer.

Qué suerte he tenido de nacer,
Pero sé, bien que sé...
que algún día también me moriré.
Y si ahora vivo contento con mi suerte,
sabe Dios qué pensaré cuando mi muerte.

Cuál será en la agonía mi balance, no lo sé,
nunca estuve en ese trance.

Pero sé, bien que sé...
que en el viaje final escucharé
el ambiguo tañir de las campanas
saludando mi adiós, y otra mañana
y otra voz, como yo, con otro acento,
le dirá a los cuatro vientos...

¡Qué suerte he tenido de nacer!

La maravilla de saborear la existencia, cuando se vive en el exterior.

Por el eterno descanso...

Cuando uno vive en el exterior se tiene la oportunidad de observar el entorno que nos rodea con una visión propia, diferente a la que tienen los que viven ese entorno como algo cotidiano.

Cuando llegamos a Canadá, como ha sucedido en cada lugar al que hemos llegado, incluyendo la Patria, era terra incognita, tierra desconocida, y lo que se hace en estos casos es empezar a explorar y observar. Cada día era un nuevo descubrimiento, una nueva experiencia, una nueva anécdota para la hora de la cena.

Y así descubrimos los invernaderos, la Marina de Leamington, el puente Ambassador, los trabajadores en el centro de Leamington, lugares donde comer, nuevos amigos, una nueva oficina...

Pero hubo algo que atrajo mi atención casi desde mi llegada, ya que lo encontré desde los primeros días en esta region.

Los cementerios.

Y no es que no deba haberlos, ¡claro que debe haberlos! Es una necesidad del ser humano de dar un lugar de descanso digno a los que lo preceden a uno en la ruta hacia la Eternidad. Y desde siempre se ha designado un espacio en la ciudad, el pueblo, la comunidad, o como la queramos llamar, en donde depositamos los restos de nuestros muertos, y dejamos marcas para identificar el sitio en donde reposan por el resto de los tiempos. Las lápidas de las tumbas han sido una tradición y, adicionalmente, un modo de vida para muchas personas a lo largo de los años, sin importar en qué parte del mundo estemos, han dedicado su energía y su esfuerzo en esculpir la piedra o el mármol, hasta crear una señal visible en que se asienta el nombre de quien está sepultado en ese punto, así como las fechas que significaron su llegada y su partida de este mundo.

La cultura de disponer de los restos mortales de las personas ha estado cambiando, junto con los tiempos. Prácticas como la cremación son cada vez más socorridas, tanto por motivos económicos (una urna es siempre más barata que un féretro), como el hecho de que el espacio en los cementerios es cada vez más escaso. Las criptas con nichos para acomodar varias urnas se vuelve la opción para dar un lugar de resguardo de las cenizas de nuestros seres queridos. 

En lo personal, yo prefiero que, cuando llegue mi hora, manden mis cenizas al espacio, así no hay el tema de comprar espacios para la dichosa urna, y me cumple un sueño que he tenido desde la infancia: poder viajar al Cosmos. Si bien es cierto que esta opción ya existe, es todavía costosa, y la verdad prefiero que mi familia disfrute de esa plata, a que la quemen en ponerme en un cohete para  orbitar la Tierra una vez cada doce minutos por los próximos 50 años o más, hasta que la órbita decline y regrese envuelto en flamas, como chatarra espacial.

Pero volviendo al tema de los cementerios de Leamington, la cuestión no es que los haya. Es el hecho de que están por todas partes, y como los cementerios británicos de las pequeñas villas, los tiene uno a la vista, a lo más, cercados por una barda de herrería. Y puede uno ver cómo cambian los gustos por la moda o el presupuesto al momento de escoger la lápida. Y se ven fechas que se remontan a principios del Siglo XX para marcar el nacimiento del ahora difunto. Las fechas de fallecimiento son variadas, desde pocos meses de edad hasta años que muestran vidas longevas y, ojalá, vividas intensamente.

Para muestra un botón:






Los he encontrado en los lugares más disímbolos y con una frecuencia, en mi opinión y experiencia, inusitada. Por ejemplo: en la calle principal de Leamington, la calle Erie, hay uno cerca al Walmart del pueblo, junto a una oficina de bienes raíces. Muy céntrico, podría decir. Y, por las lápidas, es de deducisrse que tiene ahí muchos años. Puede pensarse que la ciudad creció y absorbió el cementerio, que posiblemente estaba a las afueras de la población.No tengo certeza de ello.



Esta visión se refuerza con otro caso: en el cruce de dos caminos vecinales, a las afueras de Leamington, hay un cementerio que está a ambos lados de la carretera, una parte viendo a la otra. Dudo que el camino haya cortado al camposanto, mas bien pienso que, por necesidad, se hizo en dos partes, aprovechando que había dos lotes disponibles, ambos pequeños.

En Windsor he podido encontrar cementerios dentro de la zona urbana, de hecho en sectores residenciales. Podría ser también el caso del crecimiento que incorporó estos lugares de último descanso.


Hace poco vino mi amigo Gerardo, del que ya les había contado en una entrega previa (¿se acuerdan de Manolito y Buck?), y era la primera vez que visitaba esta parte de Canadá. Y me decía, con cierto asombro, que no veía a nadie en las calles, que parecía una ciudad desierta (considerando que él vive en la zona urbana de Chicago, esta región por supuesto que le parece abandonada). Al mostrarle algunos de los cementerios que hay en la carretera hacia Leamington, le quedó claro dónde estaba todo el mundo... Me agradó la broma.

Pero esta abundancia de panteones (en mi opinión un nombre poco adecuado, ya que el Panteón original, en Grecia, era un templo para todas las deidades que no eran griegas, como muestra de respeto hacia las diferentes creencias que se encontraban en el imperio regido por Atenas) lo pone a uno a meditar sobre la brevedad de la vida y lo frágil que resulta, ya que se puede perder en cualquier momento y por un sinnúmero de causas.

En mi tiempo de Cónsul en esta región me ha tocado saber del caso de tres trabajadores que han fallecido, no necesariamente por causa de su trabajo. El primero, a principios de este año, era un que había sufrido, ese sí, un accidente en su trabajo y había quedado cuadrapléjico, de eso hace tres años. Se había tenido que quedar en Canadá para seguir su tratamiento, incluso su esposa estaba con él acá. E inesperadamente supe que había fallecido. El seguro que cubre al programa de trabajadores se encargó del regreso del cuerpo a México para darle cristiana sepultura.

Los otros dos casos los viví más de cerca.

Uno fue el de un trabajador que llegó a Canadá y, a las pocas semanas, comenzó a quejarse de dolores en los huesos, y mostraba algo de inflamación en el rostro. Se le llevó al hospital y resultó con cáncer óseo. A decir de los médicos en ese momento, se podría lograr una recuperación significativa con un transplante de médula, pero debería pasar una ruta difícil y complicada de tratamientos, quimioterapia y cuidados. Se le podía mandar de regreso a su vivienda y volvería al hospital para sus tratamientos y monitoreo de la enfermedad. Tuvo algunas crisis y se recuperó en varias ocasiones. La búsqueda de donadores se volvió lenta y difícil, ya que estando en Canadá, el buscar donadores complatibles en su familia, en México se hacía desesperantemente complicado por la obtención de muestras, analizarlas y ver la compatibilidad. Al final ninguno de sus familiares inmediatos resultó idóneo para la intervención. El hospital pudo lograr ubicar un donador compatible y se programó el procedimiento.

Sin embargo, su condición de deteroró un cuestión de días, y luego de horas. Llegamos al punto en que se nos dijo que el fin era inminente.

Paralelamente a esto, hacíamos esfuerzos para poder traer a su esposa para que estuviera con él, inicialmente para que lo acompañara durante el transplante y recuperación, que calculábamos que se prolongaría hasta fines de este año, pero conforme avanzaba el cáncer, la idea cambió para tenerla cerca para que tomara decisiones y pudiera, con un poco de suerte, despedirse de su esposo. Finalmente lo logramos: la señora pudo ver todavía vivo a este muchacho, y pudo pasar los últimos momentos de él a su lado.

Dos días después, mientras decidíamos la manera de brindar apoyo para la estancia de la señora en Canadá por el tiempo que fuera necesario, sonó el teléfono. Unas pocas palabras en el auricular. El muchacho había fallecido.

Nos afectó a todos en la oficina muy profundamente. Habíamos podido ver la evolución del mal, llegamos a abrigar la esperanza de que, con el transplante, pudiera alargarse su vida tal vez hasta el año próximo, así podría regresar y estar con su familia completa hasta el final, pero la esperanza empezó a desvanecerse a medida que los médicos nos decían que habían tenido que ingresar de emergencia al muchacho en el hospital por recaídas y descompensaciones. Después de un tratamiento, lo regresaban a su vivienda, en donde era acompañado por los demás trabajadores, y el dueño de la granja se había solidarizado con el enfermo, al grado de permitir y ayudar para que sus demás trabajadores pudieran verlo un momento en el hospital al finalizar su turno. El pastor de su iglesia de brindaba buena parte de su tiempo para acompañarlo y confortarlo. Llegó al punto en que ningún tratamiento podría ayudarlo más. Su cuerpo había sido acabado por la enfermedad y su debilidad apenas le permitía estar conciente, pero siempre animado.

Para los de la oficina y para mí no fue meramente un número, era Pedro. Y la pregunta de todas las mañanas, al llegar a la oficina era: "¿Cómo va Pedro?". Era en todos la mezcla de la impotencia de no poder acelerar los trámites o los resultados de los análisis, y la tristeza de ver cómo se extinguía lentamente. Eran las visitas de los de la oficina para saber su estado, para saludarlo y animarlo, para conocer de boca de los médicos el avance del cáncer. De una manera u otra, Pedro se hizo parte de nuestra cotidianeidad por varios meses, hasta que perdió la batalla.

Por las mismas fechas, una noticia nos cimbró a todos: un accidente en que un motociclista había arrollado, en un camino vecinal, a tres trabajadores con algunas copas de más. Uno sufrió heridas leves, otro fractura de tobillo y otras heridas más serias, por lo que tuvo que ser internado.

El tercero falleció.

La investigación de la policía exhoneró al motociclista y reveló las condiciones de los afectados. Sin embargo, el conductor ha ofrecido brindar alguna clase de compensación a los deudos. Un noble gesto, sin duda alguna.

La muerte está más cerca de nosotros de lo que nos imaginamos. Un accidente o una enfermedad no detectada a tiempo pueden ser la antesala de terminar nuestros días en este mundo. Y aunque trate uno de prever ese momento, la realidad es que llega cuando menos se espera, y cualquier plan o proyecto se ven truncados.

Pero esa brevedad de la existencia nos hace saborear más intensamente cada momento, cada experiencia, cada vivencia, lo mismo alegre que triste, de pérdida o de reencuentro, de felicidad o de amargura... La vida que comienza a cada instante y se presenta frente a nosotros al inicar el día, al levantarnos para ver el amanecer o al comenzar nuestra jornada sin importar la hora que sea.

La vida no es perfecta. No todo es alegría interminable o felicidad permanente. En el fondo pienso que no tener un contraste a la existencia placentera hace que, al final, pierda ese valor agradable y positivo. Quizá porque no he tenido una existencia perfecta, la mente hace que me consuele diciendo que un poco de tristeza, dolor, frustración, pérdida o derrota, hacen que uno valore todavía más lo que se tiene y se ha logrado.

Mal de muchos...

Sea como sea, todos, o casi todos, valoramos la maravilla de vivir, de abrir los ojos y respirar una bocanada de aire fresco. El don de la existencia se vuelve un bien invaluable, y hacemos todo a nuestro alcance para conservarla. Los esfuerzos de la ciencia para alargar la vida son ampliamente reconocidos, y se aplican a través de la Medicina, los medicamentos, los tratamientos que curan, o alivian al menos, cada vez más enfermedades, y padecimientos dejan de ser crisis endémicas para convertirse en raras apariciones y señal de atraso y subdesarrollo.

La vida es algo maravilloso. Recuerdo una canción que escuché hace años, y que su coro decía: "¡Pero que bella es la vida! Con todo y sus problemas, yo la quiero. Si todo tiene un precio, yo lo pago por vivir". Pienso que es muy elocuente y nos refleja el ansia que tenemos por la vida misma.

Pero donde he encontrado la manera más bella y completa de celebrar la vida, ha sido en un poema de Alberto Cortez. Muchos probablemente lo conozcan por sus canciones, pero también su inspiración se manifestó de este modo. Lo escuché recitarlo al final de una entrevista cuando Ricardo Rocha, quien tenía esa conversación con él, le pedía algun pensamento para cerrar el espacio. Alberto Cortez  le contestó que lo quería hacer "con algunas frases, de algunos versos que pude haber escrito alguna vez como..."
Qué suerte he tenido de nacer,
para estrechar la mano de un amigo
y poder asistir como testigo
al milagro de cada amanecer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para tener la opción de la balanza,
sopesar la derrota y la esperanza
con la gloria y el miedo de caer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para entender que el honesto y el perverso
son dueños por igual del universo
aunque tengan distinto parecer.

Qué suerte he tenido de nacer,
para callar cuando habla el que más sabe,
aprender a escuchar, ésa es la clave,
si se tiene intenciones de saber.

Qué suerte he tenido de nacer,
y lo digo sin falsos triunfalismos,
la victoria total, la de uno mismo,
se concreta en el ser y en el no ser.

Qué suerte he tenido de nacer,
para tener acceso a la fortuna
de ser río en lugar de ser laguna,
de ser lluvia en lugar de ver llover.

Qué suerte he tenido de nacer,
para comer a conciencia la manzana,
sin el miedo ancestral a la sotana
o a la venganza final de Lucifer.

Qué suerte he tenido de nacer,
Pero sé, bien que sé...
que algún día también me moriré.
Y si ahora vivo contento con mi suerte,
sabe Dios qué pensaré cuando mi muerte.

Cuál será en la agonía mi balance, no lo sé,
nunca estuve en ese trance.

Pero sé, bien que sé...
que en el viaje final escucharé
el ambiguo tañir de las campanas
saludando mi adiós, y otra mañana
y otra voz, como yo, con otro acento,
le dirá a los cuatro vientos...

¡Qué suerte he tenido de nacer!

La maravilla de saborear la existencia, cuando se vive en el exterior.